Palermo, Huila, es el hogar de una comunidad de artesanas de sombreros en pindo: el que se usa en el tradicional baile del sanjuanero. Ernesto Gutiérrez llegó al pueblo en 1991, cuando tenía 36 años, porque aquí estaban las tejedoras de las trenzas y, ya que había decidido dedicarse al oficio de los sombreros, le convenía estar cerca a ellas para asociarse y encontrar quien las tejiera de la calidad que estaba buscando. Había aprendido de su madre, Arcelia Jara de Gutiérrez, quien venía a Palermo por trenzas y las cosía en su máquina a pedal en Neiva para hacer los sombreros que después vendía en los municipios cercanos de Baraya, Aipe, Garzón y Pitalito. A Ernesto le llamó la atención el trabajo, le pareció que se le daba con facilidad y además tenía la paciencia para estar frente a la máquina por largo rato. A sus hermanos, en cambio, les aburría estar sentados tanto tiempo pues, según Ernesto, eso depende de la naturaleza de cada persona.
Pindo es el nombre con el que se le conoce en el Huila a una variedad de la caña flecha, la misma de la que están hechos los sombreros vueltiaos en la región caribe. Aquí crece silvestre, a la orilla de ríos y quebradas, extendiéndose como la guadua o el bambú. El raspador es quien la busca y usa su cuchillo y garra para rasparla y traer de vuelta los atados de una libra de pindo. Quien compra las libras debe, primero, ponerla a secar al sol entre cuatro y ocho días para que coja su color blanco natural, y después, dividir las hojas de la palma en delgados hilos. Pero resulta que en el Huila, el departamento líder de la caficultura en Colombia, los mismos raspadores son quienes recogen el café en tiempos de cosecha. Esto quiere decir que alrededor de mayo no se consiguen las libras de pindo y la producción queda frenada. Las artesanas lidian con el problema de no tener cultivos de palma tecnificados, y con que hasta ahora no han recibido el apoyo de la administración del pueblo para ello. Igual, se las arreglan. Ernesto, que llegó aquí buscando a las tejedoras, hoy en día hace parte de su comunidad. Trabaja junto a Consuelo Castañeda, Ángela Patricia Lozada y Silvia Amezquita Vargas, entre otras, y entre todos se apoyan y divulgan su artesanía.
Consuelo Castañeda lleva cuatro años enseñando, en su casa y en colegios, cómo hacer el rajado, tinturado, blanqueado y trenzado de la fibra. Dice que al comienzo fue muy difícil, pues los jóvenes no estaban muy interesados ni se concentraban en el trabajo, pero con el tiempo han estado más dispuestos a aprender. Ángela Patricia Lozada, que llegó al taller de Ernesto hace años preguntando por una trenza, hoy en día es su asistente, y es quien teje la trenza más fina, con siete pares de hilos de medio milímetro. Y Silvia Amézquita Vargas, que creció viendo a su madre y sus tías trenzando, hoy en día trabaja por la transmisión de este legado patrimonial y cultural, que se puede apreciar cada vez que se baila un sanjuanero. Cuenta que el sombrero se inventó hace más de cien años. Las mujeres los cosían a mano, con aguja e hilo, para sus maridos, cultivadores de plátano, café y arroz. Se solían hacer también en los municipios aledaños de Teruel y Campoalegre, pero la costumbre desapareció porque no hubo relevo del conocimiento. En cambio, en Palermo sí se mantuvo en práctica este saber y por eso este grupo de artesanos está tan interesado en que no se pierda. Enamorar a los jóvenes no es tarea fácil, pues prefieren trabajos que les paguen de inmediato y no están acostumbrados a los tiempos de la artesanía. Pero poco a poco los van convenciendo. Según Silvia, hacer sombreros le ayudaría a cualquiera, ingeniero o médico, pues la técnica desarrolla la motricidad fina. Ernesto, por su parte, les cuenta a los jóvenes cómo quedó fascinado con este oficio a los quince años, cuando cayó en la cuenta de que la gente siempre buscaría un sombrero para cubrirse del calor del Huila, y de que “mientras existan cabezas habrá sombrero pa’ rato”.
Hoy en día Ernesto Gutiérrez es el único hombre que cose sombreros en Palermo. Lleva más de cincuenta años haciéndolos a pedal y todo lo que tiene lo ha conseguido gracias a su artesanía. En el 2020, su colega y amiga Silvia Amézquita se dio cuenta de que Ernesto reunía todos los requisitos para recibir la Medalla a la Maestría Artesanal, así que se dio a la tarea de reunir los documentos y postularlo. Efectivamente, Ernesto ganó la medalla, una muestra de su vocación y también de la importancia de la comunidad de artesanas que lo apoya y celebra esta tradición.
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