Taller: Daniel Prada Artesanías
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Caquetá
Ubicación: El Paujil, Caquetá
Vereda Paujilita, alto de la Cruz, El Paujil, Caquetá
3203906206
El de Daniel Prada e Hilda Castro es un trabajo de constancia, repetición y paciencia. La historia empieza con Daniel, que aprendió su oficio cuando no existía aún el hilo terlenka con el que trabaja hoy en día, cuando su padre recogía en el monte la mata pita, una penca larga que ripiaba usando como herramienta una costilla de res y de la que sacaba la cabuya con la que tejería chiles, chinchorros y atarrayas. Sara Moreno y Ramón Prada educaron a su hijo Daniel en la tradición que trajeron del Tolima al Caquetá, la tejeduría de redes para pescar y, por supuesto, la pesca. Hilda llegaría años después a su vida para juntos formar un equipo de trabajo y una familia.
Cuando Daniel tenía diez años su padre falleció. Desde entonces, aprendió a trabajar. Se le daba el arte de la pesca, así que empezó a vender pescado y a ofrecer los chiles y las atarrayas que aprendió a tejer de su padre. Además, vendía las esteras que aprendió a tejer de su madre, quien las sacaba al pueblo a vender. Cuando era pequeño no había colchones, por lo que se dormía en esteras grandes dispuestas en el suelo. Él aprendió a recoger la palmicha del monte, una palma de vena larga con la hojita en la punta, a ripiarla, sacarle la tripa, machucarla y secarla al sol. Hoy en día, aunque haya una amplia oferta de colchones, la gente sigue comprando las esteras para descansar del calor. Las echan en los corredores, donde hace más fresquito que en una cama.
Pocos pescadores saben tejer sus propias mallas en el Caquetá, por lo que este artesano se ha beneficiado de la herencia de sus padres venidos de Ortega, Tolima. Los chiles son redes de pesca de huecos pequeños o medianos, que sirven para atrapar sardinas. Están tejidas a partir de nudos, con un hilo sencillo, y cada una tiene aproximadamente 30,000 nudos. Por esto hablamos de la constancia necesaria para este oficio, pues le exige una dedicación exhaustiva a su hacedor. Su forma requiere de aumentos, a los que les llaman hijos, y de unos plomos amarrados en los extremos para que una vez extendida sobre el agua se hunda en vez de flotar. Las atarrayas, por su parte, son redes de huecos más abiertos, con las que se pescan bocachicos grandes. El hilo de su tejido es doble y también requiere de plomos en sus extremos. A pesar de que cambie el tamaño de la malla entre chiles y atarrayas, el tejido es el mismo. Con el pasar de los años, Daniel ha tenido que ralentizar sus procesos y tenerle cada vez más paciencia a los ojos y las manos, que se le duermen cuando trabaja por largo rato. Nunca olvida que no puede mojárselas después de trabajar, pues terminan muy acaloradas y el choque térmico le puede producir calambres.
Quien le ha aprendido todos los trucos, los nudos y patrones de las esteras ha sido Hilda Castro, su esposa. Llevan más de treinta años juntos y tienen siete hijos, familia a la que Daniel suma los ocho hijos que tuvo antes de conocerla. La vida los juntó en El Paujil, donde ella nació, se crió, y hoy en día viven. A pesar de que Hilda no heredó el oficio de sus padres o abuelos, lo aprendió como si lo llevara en la sangre. Son ciertamente un equipo. Juntos hacen, además, hamacas, con el mismo tejido del chile pero sin hijos, lo que permite que su forma se abra y uno pueda acostarse, y mochilas de cabuya tejidas con diminutos nudos, muy resistentes y populares entre sus clientes. El toque detallista, sin embargo, lo pone Daniel. En la casa que han construido juntos hay, por ejemplo, un chifonier con esqueleto de hierro, forrado por el propio Daniel en esteras de palmicha; un gesto que solo le suma ternura a la historia de este artesano tejedor y su amada Hilda.
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