Taller: Artesanías Gama 5
Oficio: Tejeduría y cestería
Ruta: Ruta Caquetá
Ubicación: Florencia, Caquetá
Gamaliel Gómez es uno de esos personajes que no se quedan quietos. Además de artesano es ebanista, sastre, fotógrafo y músico. Cuando no está trabajando en una cosa está trabajando en otra, o ayudándole algún familiar o conocido con sus dotes de todero. Ha tenido talleres de ebanistería, salas de internet, y ha trabajado en sistemas y como profesor de música.
Por eso los sombreros de bejuco son tan importantes para este hombre inquieto: nacieron cuando se vio obligado a quedarse quieto, un estado para nada natural en su vida. Durante la pandemia, habiendo perdido su trabajo como profesor de música, decidió salir al monte a buscar bejuco. Recordó entonces las enseñanzas de su padre, un trabajador del campo y tejedor de canastos a quien le aprendió, de solo mirarlo, el oficio. Su primer canasto lo tejió a los nueve años. Le quedó feito. Lo hizo cuando el arroz se recogía a mano con la ayuda de un cuchillo y se guardaba en canastos de bejuco. Su padre, contento de verlo aprendiendo, le decía que debía seguir con el arte, así que Gamaliel siguió absorbiendo de él todo lo que pudo sobre el trabajo en madera y los tangos y pasillos que le oía cantar, además de tocar la guitarra. Sin duda el espíritu multidisciplinario y empírico fue una herencia de su padre. A los doce años, cuando agarró una guitarra por primera vez, se dio cuenta de que se le facilitaba tocarla. Y era de esperarse pues, como dice, desde niño la música y el arte se le metieron demasiado bien metidos en la cabeza.
Cuando se aventuró al monte en plena pandemia volvió a casa con varas de bejuco matapalo, una planta parásita que, como su nombre lo indica, sofoca y mata los árboles de los que se prende. Se multiplica fácilmente con la ayuda de los pájaros y en donde haya bejuco habrá, sin duda, muchos árboles caídos a su alrededor. A Gamaliel se le ocurrió intentar hacer un sombrero con esta fibra y se dio cuenta de que el tejido de la copa era el mismo que se usa para empezar un canasto. Tal y como su primer canasto, el primero le quedó feíto, el segundo más bonito, y así. Se sumergió en el trabajo, encerrado en casa, y para cuando se dio cuenta tenía dos docenas de sombreros por vender. Por suerte, fueron un éxito. Con el tiempo ha ido afinando sus procesos. Si antes se trepaba en los árboles para cortar los bejucos en una peligrosa hazaña, ahora usa una vara retráctil de ocho metros que le permite cortarlos desde la seguridad del suelo. Lo más trabajoso es, según dice, arreglar el bejuco con el cuchillo. Debe pelarlo hasta quitarle toda la corteza antes de poderlo tejer, ablandándolo con agua para torcerlo y darle la forma a la copa y el ala. Este propio invento suyo requiere de los bejucos más delgados y consta de entre 300 y 400 vueltas. Con los bejucos más gruesos se ha ideado hacer mecedoras, tejiendo la fibra alrededor de un esqueleto metálico, diseñado por él, naturalmente.
Hoy en día Gamaliel sueña con que sus sombreros se vuelvan el sombrero caqueteño por excelencia. Quiere inaugurar una tradición en honor a esta tierra, a la que aprecia y le agradece haberle dado la buena vida del trabajo. Se crió en el campo, en Belén de los Andaquíes, cuando el pueblo más cercano quedaba a tres horas a caballo. Allí aprendió a sembrar plátano, yuca y maíz, trabajando la tierra caqueteña, una muy fértil. Allí, también, aprendió a recorrer el monte y encontrar los materiales que por años lo han sostenido, la madera y ahora los bejucos. Así que quiere retribuir al campo lo recibido, por medio de una artesanía nacida en la tierra que ama.
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