Taller: Artes Kaleme
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Riohacha - Nazareth
Ubicación: Uribia, La Guajira
Esta mujer cálida habla de su historia con orgullo, de las tres mujeres de su historia, su bisabuela, su abuela y su mamá, a quienes llama grandes artistas. Efectivamente, su abuela Kantus Ipuana fue reseñada en el libro de la araña, Wale´keru, de Martha Ramírez Zapata, como una de las maestras del arte de la tejeduría wayuu. Con ese legado a cuestas, cuenta que su infancia, al lado de ellas, no fue jugando con muñecos, sino con hilos, pues aprendió el oficio sin preguntarse demasiado qué era ser niña. A sus 12, en el corto encierro que vivió, pues empezaba el calendario académico, no le dio tiempo de aprender el arte del tejido del chinchorro. Por eso, a sus 17, su abuela le dijo “como ya aprendiste a escribir ahora vas a aprender a tejer”.
Hoy se ríe al recordar que era la consentida de la casa y que, por eso, se tardó un año tejiendo el chinchorro, resultado que, por supuesto, le significó una lección de su abuela: “si duraste un año haciendo esto, y piensas seguir así, serás lenta en el trabajo”, la sentenció, lo que la retó a ponerse las pilas. Aunque antes de asumir la responsabilidad familiar fue una rebelde. Porque la abuela la hizo llorar, al hacerla desbaratar, una y otra vez, la si’ira, o la tradicional faja wayuu de la vestimenta de los hombres, así como le exigía la perfección en el tejido de los símbolos de las mochilas, o kaanás. Cuenta que un día, desesperada por tantas correcciones, se levantó del telar y dejó tirado el trabajo. En la noche, Kantus dijo que no le sirvieran la comida a la niña, lo que la hizo salir de la casa, con rabia, hacia donde un tío. En otro momento le gritó a su abuela que su marido no usaría guayuco sino pantalón, renegándole que no necesitaba aprender a hacerlo… fue toda una escuela…
Sin embargo, luego de una buena conversación entendió que todo lo que estaban haciendo con ella era por su bien y con la conciencia del legado en mente, dejó que su abuela la acompañara en el proceso y la supervisara y siguiera corrigiendo. Luego de pastorear, al mediodía, llegaba a casa y por la tarde tejía y tejía y tejía. Así fue como le cogió amor al arte y a sus tejidos. Recuerda con emoción, cuando finalmente se casó y la abuela le entregó uno de los tres chinchorros que había hecho años atrás, como un reconocimiento a su consagración como alumna. Le duró 20 años y su hijo lo usó hasta sus 15.
María Teresa tiene claro que a la muerte de la abuela todo cambió. El mandato cambió. Coincidió con que era también la edad de irse a vivir con el marido, así que se repartió la herencia, recibió sus animales y se fue a vivir a otra ranchería, como dicta la norma. Pero como ella es hija única, debe convivir entre las dos rancherías a las que pertenece, lo que hace que sea una vida bastante agitada y dura. Y aunque la tradición se redefinió, allí siguió.
Y así ha sabido transmitirle el oficio a su propia sangre. Sus cuatro hijas, Cenaida Aguilar, Alba Rosa, Kantus e Iris Josefina, también tejen, así como su hijo Pablo. Cada cual tiene su taller y lleva en alto el sentir de la familia. Y sabe que lo suyo es el dar. “Nunca voy a ser rica, moriré pobre, porque me gusta compartir”, dice convencida y le cuentan que su bisabuela era igualita a ella, que si llegaba una vecina con hambre le daba a mitad de su jarra de chicha. Hoy, recoge para el velorio de algún miembro de su comunidad o busca que sus niños no tengan hambre ni sed. Es bondadosa y lo sabe. Segura de que si su abuela la viera, le diría que lo ha hecho bien, que el legado Ipuana tiene cómo continuar.
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