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Rubiela quería ser mecánica de aviación. El detalle, la delicadeza y la limpieza requeridos para el trabajo le llamaban la atención y sabía que, como mujer, su meticulosidad la haría una buena mecánica. Para cargar las piezas, a falta de fuerza, siempre estarían las poleas. Pero la vida le tenía otros planes: aprovechar la delicadeza de sus manos para trabajar con el barro, del que conoce el olor desde niña pues creció en una casa rodeada de chircales, las ladrilleras artesanales.
Cuando terminó el bachillerato en Bogotá, en 1988, regresó a Pitalito en plena época dorada de la cerámica costumbrista. Todos los laboyanos tenían algún familiar que supiera el oficio pues había más de 800 artesanos en la ciudad, y la pieza más popular, la que Rubiela aprendió a hacer con el maestro Hernán Bolaños, era la chiva. En ese entonces se recogía la arcilla en las fincas, a punta de pica y pala, y la primera vez que su maestro la llevó por la materia prima, Rubiela volvió tan embarrada que su padre la mandó a bañarse con alcohol. Pero aprendió a escoger el barro de los estratos y después a modelarlo con cuchillas para hacer a mano, una a una, las partes de la chiva y su carga: el costal, el racimo, la parrilla, las orquídeas.
Rubiela se decidió por la cerámica. Ganaba muy bien y crió a su hija entre chivas, nacimientos, ranchos, canoas y arcas, hasta mediados de los noventa, cuando la época dorada decayó. Con la llegada del narcotráfico a Pitalito, un paso obligado para las cargas de coca que viajaban de sur a norte, muchos laboyanos se decidieron por el tráfico. Según Rubiela, convergieron el flujo de dinero, el trabajo fácil, y la violencia que azotaba al país en ese entonces, para que las artesanías pasaran a un segundo plano. Los pocos que decidieron seguir trabajando la cerámica se enfrentaron a la desvalorización de sus piezas y el poco apoyo de las alcaldías e instituciones.
Inevitablemente, su práctica tuvo que cambiar, empezando por la recolección, pues la arcilla pasó a ser extraída masivamente por las ladrilleras, a las que hoy en día los artesanos les compran la materia. También hubo que reemplazar el modelado manual por el prensado, es decir, presionar la pasta contra un molde de yeso del que salen las figuritas formadas, en vez de hacerlas a mano. Lo único que no ha cambiado es la técnica con la que se pinta. Se sigue usando el esmalte en frío o el vinilo tipo 1 para dar color a cada pieza de la chiva y luego ensamblarlas dentro y fuera del cascarón, que es el carrito sin personas, carga ni animales.
Aunque ya no pueda ir a escoger su arcilla, tras años de trabajo, Rubiela sabe cuál se totea en el horno y cuál le sirve para colar, modelar o prensar, con solo verla o tocarla. Ella, terca y persistente, ha sabido permear sus piezas de su carácter, y hacer que se distingan. Una muestra de ello es haber conseguido el sello Denominación de Origen para sus chivas, lo que garantiza su calidad. Además, ha invertido sus esfuerzos en que la calle de La Matera y sus cuatro maestros alfareros torneros figuren en el mapa del turismo artesanal. Y así resiste, ensamblando chivas con sus cuidadosas manos de alfarera o mecánica de aviación, al tiempo que se preocupa por defender su identidad artesana y la de sus colegas.
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