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Rubiela Grisales

Taller: Juliana Grisales, tienda del bordado y diseño
Oficio: Tejeduría y trabajo en tela
Ruta: Ruta Valle del Cauca
Ubicación: Ansermanuevo, Valle del Cauca


A Rubiela Grisales los calados le llegaron por la amistad, y por la maternidad. Tenía diecisiete años y trabajaba en un granero de café, al igual que su amiga y vecina Leonor Herrera, quien al quedar embarazada emprendió la tarea de aprender a bordar con una cuñada para hacerle la ropita a su bebé, e invitó a Rubiela para que se uniera. Empezaron cinco meses antes de que naciera y muy pronto Rubiela se dio cuenta de que podía también vender lo que hacía, aunque ahí todavía no supiera que el oficio se convertiría en su proyecto de vida. Renunció al granero y se quedó en la casa calando. Así podía ahorrarse lo del almuerzo por fuera, no gastaba zapatos ni ropa, y podía decidir a qué hora levantarse, trabajar y acostarse. Lo que le emocionó fue la técnica, ver que se podían hacer tantas cosas sacándole los hilos a una tela de lino o algodón, y descubrir que era buena para hacerlo, que tenía la destreza y la creatividad para combinar puntadas.

Para cuando se dio cuenta ya se había quedado en eso de los calados. Se casó, tuvo sus hijos, y así como su amiga Leonor, le empezó a hacer los vestidos a su hija, para lo que tuvo que aprender de patronaje. Poco a poco la vida la fue preparando para el futuro, llevándola a aprender lo necesario para llegar a montar su propio taller de bordados. Enseñarle a otras mujeres y hacer parte de la tradición que se asentaría en Ansermanuevo, la de artesanos que trabajarían como mano de obra para los talleres de Cartago. Ansermanuevo, un pueblo cuya economía se centraba en el cultivo de café, millo y maíz, encontraría una nueva opción en los calados, especialmente después de la crisis de la broca de finales de los años ochenta, la plaga que acabaría con los cultivos de café y llevaría a los hombres a aprender, también, a bordar y calar.

Según la historia, el oficio llegó a Cartago con las monjas que venían de España, más específicamente de las Islas Canarias, como profesoras del colegio María Auxiliadora. La técnica mutó aquí, donde se hace sobre un tambor, pero originalmente se hacía sobre unos bastidores-mesa que obligaban a las bordadoras a encorvarse. Rubiela lo ha investigado durante los más de cuarenta años que lleva practicando la técnica, y lo dice con orgullo, ¡más de cuarenta años!

Durante ese tiempo no solo ha perfeccionado la técnica y creado nuevas combinaciones de las puntadas que en su oficio tienen nombres tan bonitos como espíritu, punto de cruz, malla, arroz, telarañas y randas, sino que ha aprendido a cuidar de su principal herramienta de trabajo, el cuerpo. A las amigas, a las aprendices, y a sus propios hijos y marido, con quienes trabaja muy de cerca en su taller familiar, siempre les aconseja, primero que todo, deshilar con buena luz para no dañarse los ojos. Y para conservar la habilidad de las manos, hay que protegerse de los cambios bruscos de temperatura, no salir al frío después de hacer arepas en el fogón, no mojarse las manos ni bañarse después de trabajar a pesar del calor que hace en el pueblo, ni salir a la calle cuando esté venteando después de haber cogido calor bordando. Es la mejor forma de conservar las manos y los ojos sanos, y por lo mismo, la mejor forma de cuidar del oficio.

Artesanos de la ruta

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