Taller: Asociación binchioka
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Putumayo
Ubicación: San Francisco, Putumayo
Calle 6 #3-08, Barrio San Judas, San Francisco, Putumayo
3136431530
asociacionbinchioka@gmail.com
Carmela se sabe curiosa. Y ya, luego de tantos años, sesenta para ser más exactos, agradece haberlo sido. Recuerda que desde chiquitita les preguntaba a sus abuelitos y a sus papás qué hacían, para qué lo hacían y para qué servía eso que hacían. También, claro, quería saber qué significados tenían los objetos que supo luego definían a su pueblo kamentsá, en el Alto Putumayo. Una de sus memorias más lejanas es a sus cinco, viendo a su familia cargarse canastos de diferentes tamaños, según la función que cumplieran, guardar ropa, ir a la chagra y recoger las hortalizas o traer leña del monte; cuando era para la leña, el contenedor era oscuro y con un bejuco que no se rompía con nada. A la par con estos recuerdos de cestería, están presentes las mujeres mayores, las mamitas de su comunidad, a quienes veía tejer todo cuanto se vestía en su pueblo, los sayos de lana de oveja y las fajas para atarse esa manta con la que se calientan y celebran el Día Grande.
De ellas aprendió lo que sabe y a ellas se debe. Desde la consecución del vellón de lana esquilado en Pasto, pues no había ovejas en su territorio, pasando por su escarmenado y teñido a negro con plantas de la región para tinturar a la manera tradicional kamentsá. Sobre todo, tiene grabada la imagen del inmenso trabajo que siempre le vio hacer a las mujeres de su comunidad. Y el desprecio por el oficio artesanal, del que se decía que, eso de sentarse a tejer, era para “perezosos”, en lugar de estar sudando en las labores de la siembra y cosecha. Por eso, veía a las mujeres de su vida trabajando de sol a sol, cultivando de día para llegar a tejer las mantas con las cuales vestirse y dormir en las noches y madrugadas. Ella misma, pequeñita, se quedaba tejiendo fajitas para ayudarle a su mamá a adelantar las tareas. Hoy agradece que la artesanía fue mejorando en la calidad de su elaboración y que se valora por lo que es y ya no tienen que cambiarla por comida como antaño, sino vivir de ella. De hecho, a ella misma, la artesanía le permitió educar a sus cuatro hijos.
Se convirtió en una maestra tejedora en guanga, tan hábil como sus maestras y sabe que cuando junta los hilos cuenta una historia, la historia de su origen. Una que la llena de orgullo y que les ha transmitido a sus hijos como su mayor tesoro. Incluso si por conocerla haya tenido que sufrir toda suerte de humillaciones pues no era exactamente lo que la educación occidental esperaba de ella. Tiene claros los regaños de las monjas cuando niña, los golpes contra el pupitre jalándole el pelo, por no lograr pronunciar bien la erre. Y no era mejor el trato de sus compañeritos de escuela, los niños blancos que ser burlaban de su atuendo, le jalaban las orejas y le escupían… ay la historia de nuestro país… Pero ese doloroso sinsabor se cuela a un segundo plano cuando se queda pensando lo que la maravillaba oír a las mamitas expresar su conocimiento ancestral. Puede que no supieran leer, pero escribían en símbolos que hablaban del territorio, del sol y la luna y de los ciclos de la naturaleza, así como tejían las fajas que usarían en distintas ocasiones, tan festivas como ceremoniales, al punto de preparar la faja que las acompañaría en sus propias muertes.
Tan importante como la transmisión de los símbolos de lo que son, es la conservación de la lengua materna. Vencer la vergüenza que por años muchos trataron de impregnarle a la lengua, para hacerles olvidar las palabras que sostienen su mundo y sus creencias. Ella ha hecho de la recuperación del aprendizaje de su dialecto, una cruzada de vida. Por eso, cuando saluda dice que hace parte del Cabildo Kamentsá Biyá, es decir, parlante. Cuando se ve con la vida vivida, habiéndole enseñado el origen a sus hijos y sabiendo que Jane Martina, su hija, será heredera de la tejeduría en guanga, se da por bien servida y sabe que la tarea debe continuar con los más chiquitos, los nietos, para que haya otras niñas y niños que, como a ella le pasó, se enamoren de su cultura a los cinco, y sigan regando el prado con la belleza de sus raíces.
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