Taller: Grupo artesanal indígena AMIV CORPIDOAC
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Meta
Ubicación: Villavicencio, Meta
Graciela y su familia saben vivir en comunidad. No solo porque su pueblo wanano consta de 18 clanes, sino porque comparte cotidianidad en Villavicencio con otras 16 etnias indígenas, entre las cuales Tukanos, Curripakos, Piratapuyos tarianos, Arapasos y Yeral, estos últimos muy localizados en la frontera brasileña. De hecho, esta cercanía con el vecino país es su recuerdo de la infancia, cuando solo debía cruzar el Río Vaupés, acompañada de su abuela paterna María Luisa Aguilar, para estar en Colombia.
Hoy, esta mujer cálida vive de las artesanías que hace, y se ríe al pensar que cuando niña renegó del oficio y le dijo a su abuela que nunca tejería. En su lugar, le aseguró que prefería dedicarse a escribir a máquina, algo que le veía hacer sin freno a las monjitas católicas del internado al que la llevó su familia. Por supuesto, esto no le hizo ninguna gracia a la matrona del clan, quien, entrenada en paciencia, supo esperar a su nieta. Sabia ella, pues a los tres meses de encierro entre las religiosas, la niña dijo que no se aguantaría una vida entera rece que rece. Le dijo, entonces, que le aprendería todo lo que quisiera enseñarle. Fue así como se inició en la tejeduría en chaquira y cumare con el cual la abuela María Luisa hacía mochilas.
Mucha vida ha pasado frente a los ojos de esta mujer que sabe que la mejor manera de convivir con el otro es respetándole su forma de vida; aprendió la lengua, costumbres y recetas de todas las comunidades con las que convive y gracias a ello no solo viven armónicamente, sino que se protegen el uno al otro ofreciendo sus productos y patrimonio. Se sabe desplazada, como tantas otras comunidades indígenas de la Orinoquía, y recuerda con temor aquellos años en los que el reclutamiento forzado de los jóvenes wanano la obligó, en abril de 2016, a salir sin decir adiós de su resguardo.
Fue dura la llegada a la ciudad. Ni ella ni su marido Reinaldo sabían cómo moverse en ella, ni tenían los recursos para mantener a su familia, así que se lo rebuscaban todo. Pero como la tradición termina regresando a la vida de tantos, bastó que se recordara que tenía un don en las manos. Un día, uno de sus hijos le dijo que tenía de amiga secreta a una de sus profesoras y que debería llevarle al día siguiente un detallito. Como no había con qué comprarle nada y tenía unos conitos de hilo en la casa, Graciela se sentó a tejerle una mochilita, con tan buena suerte que, de lo bonita, le encargaron varias y ello los desvaró e hizo que le enseñara a tejer a Ramiro para que pudieran responder por los pedidos.
Combinó su saber artesanal con el estudio como auxiliar de enfermería; muchos años trabajaría en el Meta como funcionaria de una Entidad Promotora de Salud, especializada en comunidades indígenas. Sin embargo, el oficio pudo más y hoy se dedica de lleno a la tejeduría de mochilas y a la bisutería tradicional wanana, haciendo collares y manillas de chaquira que llevan la simbología de su pueblo.
Cuenta que, al ser originariamente una comunidad de agua, las bases de sus mochilas son azules, así como muchos de sus collares y pulseras. Los diseños en colores en degradé muestran las transiciones de la luz, como aquellos collares cuya paleta vira del rojo al amarillo, señalándonos el atardecer y el sol del verano. Incluso, hay uno muy amarillo, brillante, que representa el resplandor que enceguecería al enemigo.
Vestir una de estas prendas, collar y manilla de pies y manos es, para la cultura wanano, protegerse de las malas energías y de los malos pensamientos. Por eso los ojos que se cuelan en los dibujos que hacen, porque están allí para guiar los buenos pasos. Así, confiada en el buen camino, guía ella misma a su comunidad y le ha dado las herramientas y el conocimiento a su hija Sandra Milena para que continúe con el legado de su cultura.
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