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Ramiro y Diana Carolina Moreno Gaitán

Taller: Grupo Kajuyali
Oficio: Trabajos en madera y tejeduría
Ruta: Ruta Meta
Ubicación: Puerto Gaitán, Meta


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  Resguardo indígena Wacoyo - Comunidad Sikuani, Puerto Gaitán, Meta
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  dmoreno.wacoyo@gmail.com

Ramiro es sikuani y le aprendió todo lo que sabe a su padre, de quien heredó su mismo nombre. La comunidad indígena a la que pertenece cuenta con unos 22.000 habitantes, desplegados en cuatro asentamientos, de Villavicencio para abajo, hacia Puerto Gaitán y Puerto López, todo lo que conocemos como los Llanos orientales, una parte del Vichada, de Arauca, del Vichada y Casanare. Y los ríos en cuyas orillas viven son el Meta y el Muco.

El pensamiento sikuani busca la solidaridad entre sus gentes y reconciliarse con sus rivales. Para Ramiro el arma de este pueblo es, justamente, estar unidos el uno para el otro. Es consciente, sin embargo, que el capitalismo, con proyectos de expansión de la altillanura agrícola, está, de manera galopante, acorralándolos y que es cuestión de tiempo que les impidan seguir viviendo como lo han hecho por siglos. Dice que en diez años su paisaje natural se ha transformado de manera drástica. A pesar de ello, sabe que seguirán viviendo en este territorio, porque allí nacieron y porque tampoco tienen otro lado para dónde irse.

Por eso su énfasis en la resistencia a través de su cultura y lo mucho que representa. Por eso la veneración por los padres y los abuelos, por las tradiciones, por la comida, por las creencias que busca a toda costa conservar. Es un convencido de que la educación es el camino para “poder defender lo poquito que nos queda” y para que las próximas generaciones sikuani encuentren su lugar dentro de un mundo globalizado.

Parte de esta recuperación de las tradiciones ancestrales es la artesanía que, antes de llamarla así, era de uso cotidiano en los hogares de esta etnia. Así fue como a don Ramiro, el patriarca de la familia Moreno, una mujer que lo vio trabajar la madera le dijo que lo que hacía era de una belleza que merecía ser mostrada. Le dijo que sus banquitos pensadores contaban la historia de su pueblo y que ésta merecía la pena ser compartida. Él, que por 30 años había estado en las selvas del Vaupés extrayendo caucho y conociendo los rigores de esa vida, se refugiaba en la talla para no olvidar sus raíces. De esta forma empezaron a tallar para los otros. Además, emprendieron una cruzada de reforestación del árbol de machaco, para no permitir extinguir sus costumbres.

Su hijo Ramiro aprendió a hacerlos y sabe lo que representan, conoce la carga simbólica que los reviste y la honra cada vez que moldea la madera con la que los hace. Una vez tallados, los pinta con arrayán o con masilla de guamo loro, cuyo líquido rojo extraído de su corteza es de una intensidad magnífica que combina con el negro.

Un banco pensador no es cualquier silla. Uno tiene un uso ceremonial o ritual y el otro es de carácter mitológico. El primero se usa, por ejemplo, para que la niña a la que le llega la menstruación, se siente allí y reciba las instrucciones para llegar a la adultez. Sobre él debe recibir el rezo del pescado, una prédica que busca impedir que el pescado, una especie de ser maligno encarnado en este animal, la arrastre a sus aguas o la maldiga con alguna enfermedad. Y en cuanto al segundo, el banquito mitológico, representa a distintos animales de la selva, como el oso hormiguero, la babilla o el armadillo, entre otros, y carga con sus significados. Por ejemplo, al tigre Soki se le pinta de rojo la cola pues es quien, con fuego, marca su territorio. Es uno de los cuidadores sikuanis. También está la tortuga de dos cabezas, o morrocoy, que simboliza la decisión de tomar el buen o el mal camino, dependiendo por cuál de los dos nos decidamos a seguir.

Por supuesto, sentarse en el banco implica tener una disposición a la reflexión y significa oír a los mayores que, sin darnos lecciones, nos mostrarán las consecuencias de nuestras decisiones y nos dejarán en plena libertad de decidir qué haremos. Como dice Ramiro, es imposible seguir adelante y decir que no nos dimos cuenta de lo que habíamos hecho. Es la conciencia plena de nuestros actos, siendo así estos animalitos tallados en banquitos pensadores, las representaciones de las decisiones morales que tomamos.

Junto a él está Diana, su esposa, hija de un padre blanco y una mujer sikuani que se fue a trabajar a Bogotá y Fusagasugá y estuvo fuera de su comunidad por 24 años. Aunque Diana nació entre esos dos mundos, regresó al de su madre y, junto a su suegra y esposo, aprendió de tejeduría en palma de moriche y bisutería étnica en mostacilla. Hace collares y pulseras que se usan para el rezo del pescado y cree muchísimo en ese mito pues ella misma siente que fue poseída por él al no haber sido leída en su pubertad. Empezó a tener sueños bellísimos que nunca había tenido antes y comenzó a adelgazarse demasiado, lo que fue una señal de alerta de que algo malo estaba sucediendo en ella. Efectivamente, los médicos tradicionales la rezaron y la liberaron, algo que ha repetido en cada uno de sus cuatro embarazos.

Ambos viven las creencias de su pueblo con intensidad y buscan que se preserven en cada artesanía que nos llevamos de su mundo al nuestro.

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