Taller: Artesanías mujer tejer y saberes
Oficio: Cestería
Ruta: Ruta Vaupés
Ubicación: Mitú, Vaupés
Plaza La Maloca indígena, Mitú, Vaupés
3212521529
3209831012
ppchagres@hotmail.com
En la comunidad de Puerto Timbó, Vaupés, crecieron Leticia y sus siete hermanos entre las enseñanzas de sus padres, María Herrera y Pablo López, sobre el tejido en cumare y la talla de bancos pensadores. Leticia recuerda con nostalgia su infancia ahora que puede apreciar cómo, en esa época, le fueron inculcadas las bases de su tradición Cubea. La primera lección que recibieron fue sobre el momento adecuado para tomar el cogollo de la palma de cumare, quince días después de que germinara. Su madre les advirtió que entre el rastrojo encontraría el cumare que luego usarían para tejer un bolso especial para pescar sardinas en el río. Así que fueron todos juntos a buscar la palma, le arrancaron el cogollo, regresaron a la casa y se sentaron en círculo para aprender de su madre cómo sacar las fibras, lavarlas con jabón, sal y agua, y secarlas a la sombra, pues si las dejaban al sol no quedarían blancas sino cafecitas. Después de la lección de la mañana podían ir a la chagra, recoger y comer piñas, plátanos, marañones, uvas, caimo y ñame, y regresar a la casa sobre las 4 cuatro de la tarde para seguir con las clases. Una vez tenían su manojo seco de cumare empezaba el torcido, proceso de entorchado que daba como resultado el hilo de fibra que luego aprenderían a coser usando como aguja las espinas de mojarra a las que su padre les abría un ojal.
Todos los hijos de la familia aprendieron a tejer en cumare y todos participaron, además, en la creación de bancos pensadores. Según su tradición, un tipo de banco es usado por los hombres para meditar y transmitir sus conocimientos a su descendencia, y el otro por las mujeres durante la menarquia. A pesar de que sea un oficio reservado para los hombres, las mujeres de la familia hacían parte de los primeros pasos del proceso. Después de que su padre tumbara y trozara el árbol ideal para ser tallado y recibir la pintura, entre todos llevaban los trozos hasta la casa. Un solo árbol les serviría para hacer hasta quince bancos, desde el más grande hasta el más pequeño. Después de que los hombres tallaran la madera, las mujeres los asistían lijando los bancos con las más particulares hojas del monte, en forma de corazón, equivalentes en su función a un papel de lija 180. Después, debían buscar los pigmentos, la greda café y las hojas del carayurú que una vez cocinadas sueltan el color rojo protector, además de la corteza del árbol guacamaya usada para preparar la pintura roja. Leticia nunca pintó un banco pero vio muy bien cómo lo hacían su padre y hermanos, con quienes iba al río Vaupés a lavar las piezas una vez ellos terminaban de pintarlos. Cuando estaban listos los llevaban de vuelta a la casa, donde los dejaban reposando sin tocarlos ni sentarse en ellos.
Años después Leticia, poseedora de este profundo conocimiento heredado sobre el cumare y los bancos, se casó y se fue a vivir a Acaricuara, al sur de Mitú, donde ejerció el rol de líder y maestra. En 1993, reunió a las mujeres del corregimiento, en el que vivían 17 comunidades, y les enseñó a tejer bolsos y fruteros. Leticia aprendía al tiempo que enseñaba su oficio, pues sus alumnas, de las etnias Barazana, Tuyuca, Tukana y Desana, la instruían en sus propias artesanías, como el pilón y el balay. En el 95, sin embargo, tuvieron que trasladarse a Mitú junto con su esposo y sus dos hijos, desplazados por la guerrilla. Una vez allí, rebosante de ganas de compartir su conocimiento, tuvo la oportunidad de enseñarle a dos familias a tejer en cumare y ayudarles a tener su propio stand en ferias. Ambas familias se dedican desde entonces al trabajo artesanal. Además, la invitaban los capitanes de resguardos indígenas para impartir sus lecciones.
Después de años viajando por el Vaupés para enseñar su oficio y habiendo acogido a tantos alumnos, Leticia sigue soñando con un centro de acopio y de enseñanza en Mitú donde pueda reunir y ayudar a los artesanos a comercializar las artesanías autóctonas del departamento, además de recibir a quienes quieren aprender de ella y dedicar sus vidas al tejido. Cuando rememora su infancia, tiempo en el que recibió el regalo de su vocación, Leticia se arrepiente de no haber aprendido de su abuela el oficio de la cerámica. De pequeña la veía hacer las tinajas para cocinar el pescado, conservar la chicha, el guarapo, y servir la quiñapira, pero lamentablemente nadie en la familia aprendió a fabricar sus propias piezas con barro. Consciente de la profunda importancia que tiene la transmisión del conocimiento, Leticia incita a sus tres nietos a aprender no solo cómo tejer sino a mantener vivas sus lenguas, Cubea y Tukana. Sabe que, cuando ella no esté, la podrán recordar a través del tejido y rememorar así su herencia y tradición.
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