Taller: Taller escuela de alfarería réplicas precolombinas Sol de los pastos
Oficio: Alfarería y cerámica
Ruta: Ruta Ipiales - Tumaco
Ubicación: Ipiales, Nariño
Al Maestro Miguel Ángel de la Cruz lo ató a Nariño el amor por su tierra y por la artesanía, la misma tierra que le dio, desde que era un niño, la inspiración para hacer las piezas en cerámica que crea hoy en día. Él creció viendo cómo, cuando los hombres araban los terrenos para cultivar el alimento, de entre la tierra aparecían cerámicas precolombinas de los Pastos y Quillacingas. No hacía falta buscarlas, brotaban. La cerámica es un material que, a pesar de romperse fácilmente, se conserva muy bien con el pasar de los años, por eso, para devolver la integridad a piezas rotas, el padre de Miguel Ángel, Segundo Ángel de la Cruz, se hizo un especialista en su restauración.
A fuerza de investigación empírica, el padre dio con los barros y las técnicas que habían sido usadas por los artesanos originales. Con el tiempo, su trabajo y el voz a voz lo convirtieron en un reconocido restaurador, por lo que le fueron encomendadas piezas halladas a lo largo y ancho de Colombia. En ese entonces, el mercado de piezas precolombinas no había sido intervenido. Años después, para cuando Miguel Ángel ya hacía parte del taller del padre y conocía los secretos y detalles de su oficio, fue prohibida la compraventa de piezas arqueológicas y éstas pasaron a ser patrimonio de la Nación, una acción necesaria para salvaguardarlas.
En vez de quedarse con los brazos cruzados ante el cambio, Miguel Ángel de la Cruz decidió darle un vuelco a su práctica, apoyándose en el conocimiento acumulado con los años. Empezó a replicar lo que conocía tan bien y que, desde mucho antes de tener una cámara, documentaba en cuadernos, que se convirtieron en sus propias enciclopedias de arte precolombino. Hizo de ceros las figuras de maternidades, mambeadores y cargueros, además de los instrumentos típicos, flautas, ocarinas y rondadores, que es como los Pastos le llaman a su propia zampoña de barro. Y lo recubrió todo con los símbolos que, desde siempre, han acompañado estas figuras: jaguares, lagartijas, serpientes, águilas, ranas y murciélagos, bajo las ocho puntas del inconfundible sol de los Pastos.
En las creaciones del Maestro resalta su técnica, arraigada en el respeto por la tradición de la cerámica de la región. Encontró, tras años de prueba y error, que la pasta ideal para recrear piezas precolombinas está hecha de tres barros, el negro, gris y blanco que le dan la necesaria plasticidad, finura y resistencia al fuego a sus figuras. Naturalmente, los encuentra cerca de Ipiales, pues la conexión profunda y vital del ceramista con su tierra no se puede interrumpir, y los amasa a talón pelado, reafirmando con cada pisada su lugar. De este mismo territorio brotan los barros de colores que conforman la paleta tradicional, el rojo, crema y negro que el Maestro utiliza para dibujar a mano alzada los símbolos que le rondan la cabeza como imágenes claras y vívidas. No necesita reglas ni calcos, pues le bastan su propio pulso y un particular pincel, hecho de sus propios cabellos, para volver a darle vida a los símbolos sagrados con exactitud y simetría. Después usa la piedra jade andina para el pulimento final y deja sus piezas secar por un par de días para quemarlas por tan solo quince minutos, al calor de las llamas precisas, ni muy altas ni muy bajas.
Varios de los cuadernos en los que el Maestro y su padre documentaron las piezas que restauraron se han perdido con los años. Sin embargo, él asegura que, como un médico, tiene toda la droguería en la cabeza. Las formas y los símbolos que lleva dentro le piden ser creados y basta con oírlo para hacerse una idea del tamaño de su conocimiento.
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