Taller: Hunbai
Oficio: Bisutería
Ruta: Ruta Norte de Santander
Ubicación: Chinácota, Norte de Santander
Es difícil no sonreír al lado de Olga Parra. Porque es una sorpresa tras otra. Cuando uno apenas está intentando entender la clase de física y química que acaba de oír de su boca, maravillado, esa en donde explica que ingresó al universo de la joyería desde hace apenas unos años, luego de tener una carrera larga y exitosa como odontóloga y ortodoncista, cuenta que es maratonista y que además monta en bicicleta y medita para iniciar el día. Ah, y que también está aprendiendo a cultivar y está encantada con las orquídeas. Sabe que lo suyo es el trabajo con las manos y cuenta que jamás sus hijos entraron a una tienda de disfraces porque ella se los hacía. Como lo hacía todo para la casa.
Es entonces necesario parar un segundo y mirar a esta mujer y admirarla en silencio. Solo un segundo porque no se quedará quieta, o bueno, sí lo hará, pero solo los jueves por la tarde, día en el que presentan cinearte en el pueblo lindo donde se asentó, en Chinácota, y allí se entregará a la contemplación. O cuando consiente a sus mascotas, su perro adoptado Lucho y Lobito, el gato nombrado así por Susana, la nieta de ese hogar de abuelitos científicos.
Olga cuenta que la ortodoncia está más cerca de la escultura de lo que creemos y que la precisión de sus dedos ha hecho de ella una buena joyera. Sin embargo, lo que hace no se parece a lo de nadie. Algo que es perfectamente premeditado. Si iba a empezar tan tarde, se dijo, que sea para hacer algo distinto. Y eso que era distinto, lo vio un día en una revista. Era una flor metalizada. Le señaló a su hijo que eso era exactamente lo que ella quería hacer. Él le dijo que eso se llamaba Electroformado.
Ese día se le partió la vida en dos. Era 2017. Recuerda que no encontró nada, o muy poco, sobre esta técnica, más cerca de la ciencia que del arte. Y se propuso aprenderlo todo. Pero primero había que empezar por el principio, así que se inscribió en el Sena y estudió joyería armada en las noches. Su plan era adquirir las bases con las cuales introducirse en ese proceso que tenía mucho de alquimia. Investigadora como es, y curiosa hasta el infinito, empezó a meterse en las comunidades digitales en donde se hablara de galvanoplastia. Allí conversaba con un físico en Argentina y otro en Perú, también con otros científicos en Europa. Hasta que fue en Medellín donde conoció a uno de sus maestros. Harry, de origen indio, su proveedor de químicos, aceptó su insistencia y le dijo que lo visitara. Allá fue a dar por diez días y aprendió a hacerle electrólisis a los objetos que quería metalizar.
Habla del ensayo y el error. Al comienzo se quemó con el ácido por eso hoy es todo cautela. Sabe que está lidiando con gases y ácidos y que recubrir las hojas o flores que recoge en el jardín, o en alguna de sus caminatas, requerirá una preparación concienzuda para no dañarlas y, en su lugar, volverlas conductoras de electricidad y, de esta forma, que el cobre empiece a depositarse, casi por arte de magia, encima de esta horma única de la naturaleza. Y como si de mitología se tratara, esa flor u hoja se petrificará y, así, se volverá inmortal.
Hoy se ríe de esos comienzos en donde se tardaba metalizando sus hojas durante semanas, haciendo de esas piezas, objetos incargables de lo pesadas y que hoy, para recordarle lo mucho que ha aprendido, son pisapapeles. Pero el esfuerzo de todo vale la pena, todas esas horas en el laboratorio en donde cada inmersión logra comprobarle que lo que hace es la mezcla perfecta de la ciencia con el arte.
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