Taller: Artesanía Auinecan
Oficio: Tejeduría y bisutería
Ruta: Ruta Macondo
Ubicación: Santa Marta, Macondo
Los indígenas kogui de la Sierra Nevada de Santa Marta crecen oyendo este mito de origen:
“Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas. Solo el mar estaba en todas partes. El mar era la madre. Ella era agua y agua por todas partes y ella era río, laguna, quebrada y mar y así ella estaba en todas partes. Así, primero solo estaba La Madre. Se llamaba Gaulchováng. La madre no era gente, ni nada, ni cosa alguna. Ella era aluna. Ella era espíritu de lo que iba a venir y ella era pensamiento y memoria. Así la Madre existió solo en aluna, en el mundo más abajo, en la última profundidad, sola”.
Con estos relatos creció Catalina Nuisha Gil, una de los 12 hijos de su madre, doña Elisabeth, quien le infundió que su etnia kogui era la guardiana de la armonía del mundo. Por eso su interés en conocer algo de español, para poder intermediar con los blancos, a quienes se ha acercado con la clara misión de tender puentes y construir caminos comunes. De hecho, ha intentado poner su territorio en la mira del gobierno central y ha logrado una atención que valora y agradece. Sabe que su mundo, al que se le suman también los saberes wiwa, por su padre José Alberto, está lleno de significados que nos pueden ser de utilidad en este momento tan necesitado de creencias.
Es tejedora de mochilas en fique y algodón y, aunque se sabe heredera de un saber que le viene en la sangre, su gran pasión es la enseñanza, por eso se siente tan orgullosa de ser maestra del Sena desde hace ya veinte años. Pasando el hilo por la aguja cuenta las historias de su pueblo, aquellas en donde el fique representa al hombre y el algodón a la mujer. Así, la mochila original, la de fique, según los mitos kogui la tejió la Madre, la única que conocía los secretos del arte textil, pero que aprendieron los hombres porque, pese al celo de ella, que no quería transmitir su saber, una noche, fingiendo estar dormido, uno de sus hijos la vio tendiendo la urdimbre y la miró con tal detenimiento que aprendió las puntadas.
También recuerda que, por necia, y a dios gracias lo fue, su abuela “la castigó tejiendo”. Para purgar sus regaños la pusieron a tejer desde sus ocho y, así, entre juegos y castigos, se volvió lo buena que es. Al principio tejía la mochila en algodón blanco, lo único que una niña puede tejer por cuenta de su pureza y que, además, será usada por los hombres para cargar sus poporos y poder mambear. Solo cuando se desarrolla puede cambiar al color. La llegada de la sangre se abre a ese mundo teñido que luego colmará los tejidos, ya con la experiencia de la vida cargada en el propio cuerpo de la mujer.
Catalina tiene dos hijos y ha tenido cinco maridos que, confiesa, no la trataron muy bien. Por fortuna, y por la suerte que sabe que la acompaña cuando más la necesita, se le apareció hace unos siete años John Jairo Bedoya, un paisa trabajador y querido, que la admira, la quiere y le ayuda con el local que tienen en el antiguo hospital San Juan de Dios, en el centro de Santa Marta, en donde venden mochilas y ella dicta cursos a quien los desee tomar. Ambos se saben equipo y junto a su hija Delfina, nietos, yerno y otros miembros de la familia, cumplen los pedidos que les hacen. También, Catalina se camina la Sierra recogiendo mochilas de sus hermanos kogui para venderlas en Santa Marta. Y, además, les agradece a sus compañeros arhuacos que le hayan enseñado a tejer en lana de ovejo. Sabe que los hilos son su mejor metáfora y compañía, son los que le sirven para contar sus historias y le han permitido pasar más de medio siglo de vida honrando sus orígenes y celebrándolos.
No puede copiar contenido de esta página