Taller: Aura Robles
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Riohacha - San Juan del Cesar
Ubicación: Albania, La Guajira
Aura se narra desde los orígenes de sus dos bisabuelos. Sangre de cacique wayuu y sangre de blanco que peleó junto a Bolívar y que pisó la tierra guajira y se enamoró de sus mujeres. Ambos, militares de alto rango en sus universos, terminaron compartiendo tierra y regando semillas. Ella es una de sus descendientes. La heredera cuenta que también es nieta de abuela española y que, ella misma, se casó con un arijuna, otro blanco. Blancos, sin embargo, que aprendieron a estar en este territorio ajeno, y hacerlo propio de la pura convicción, al punto de que abuela y madre, murieron con su guayuco wayuu.
Tiene memorias preciosas de su niñez y habla de la Guajira desde la abundancia, de los frutos de mamón, de los olivos y de los guáimaros, un árbol casi sagrado para los wayuus, cuyas semillas altísimamente alimenticias se comían y se decía que dónde había uno de ellos habría prosperidad e, incluso, que, si en sus ramas se colgaba una iguana o una serpiente, se auguraba gran cosecha y vida multiplicada en chivos dentro de los corrales. Además, recuerda cómo hacía sus muñequitas en barro cuando niña, las wayunqueras, a las que les hacía manticas y les tejía sus chinchorritos. Habla también de la frondosidad de las matas de algodón, mencionando sus dos colores, así como los baños en los arroyos bajo la luz de la luna, en donde los tenían que sacar los mayores a varilla limpia porque existía la creencia de que las aguas de los arroyos tienen su diosa y ésta se cobraba vidas de cuando en cuando.
Pero quizá lo que más le marcó su inicio de la adolescencia fue ese día: el 5 de febrero de 1985, a las 5 de la tarde. Esa tarde sonó el tren por primera vez y dejó estupefactos a los indígenas. Era el ferrocarril que se construyó para la compañía minera del Cerrejón. Y, así, de esta manera, el suelo virgen, colmado de carbón y que había sido habitado y protegido por el pueblo wayuu, entró a serle útil a la nación, una que partió los destinos de una comunidad en dos. Las costumbres, entonces, se vieron súbitamente transformadas, adiós a los baños en los arroyos porque cómo estar ya bajo la mirada de los soldados o policías que custodiaban las cargas. Murieron chivos y vacas, también, atropellados por la máquina.
Allí se rompieron muchas cosas, entre las cuales, la capacidad de soñar. Y es que es, justamente, a través de ellos que el pueblo wayuu recibe toda su orientación espiritual. Allí, como un don divino, los soñadores –generalmente hay un soñador en la casa, en su caso, su mamá, que era outsü o médica tradicional– reciben mientras duermen la orientación necesaria para conservar las buenas relaciones de la familia, para tener buena salud, para expulsar las malas energías de la casa y las que podrían aquejar a alguno de los miembros del clan, para entender qué planta medicinal se debe usar en la cura de alguna enfermedad y, claro, para tejer la mochila. El ruido le robó paz al dormir y todo el universo que allí se fabrica.
Aun así, quien resiste lo hace con toda la voluntad, así que la tejeduría wayuu se preservó con todas sus letras y es hoy un patrimonio vivo de la Guajira. Las viejas se sentaban a las tres de la mañana a hilar el algodón para que manos más jóvenes tuvieran la materia con la cual tejer los kaanás, y así perpetuar esa cotidianidad que veían al andar por los caminos de tierra, esos morrocoyes despaciosos, las cotorras y guacamayas que les tiraban semillas al pasar entre los guáimaros, las burras oficiosas y los sainos y venaditos con los que se topaban por ahí. Esas tradiciones fueron las que le enseñó a tejer la tía Cenaida, la elegida para transmitirle el sentido del ser wayuu. Lo hizo por ser la más pulcra y obediente de la estirpe de las mujeres, así que quién mejor para enseñárselo todo. De esta forma, entre tejidos, Aura se nos convierte en la maestra del relato hilado.
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