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Carmen Palmar

Taller: Taller Artesanal Aluatachon
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Riohacha - Nazareth
Ubicación: Uribia, La Guajira


A los 12 años, la vida de Carmen Palmar cambió para siempre. Con la llegada de la primera menstruación también llegó el inicio de un largo periodo de encierro. En el municipio de Uribia, en La Guajira, vivió tres años bajo los cuidados de su abuela y de su mamá en una casa hecha de barro y esa madera de cactus seca que se conoce como yotojoro. Fueron 1.095 días sin ver el sol, mil y una noches dedicadas a aprender la sabiduría del tejido Wayúu, la elaboración de los chinchorros y las mochilas, así como dominar la maestría del hilar esos hilos de algodón que se imaginarán un mundo y registrarán el paso de los días a través de sus diseños; también, a entender que su reclusión haría de ella una mujer preparada para enfrentar la responsabilidad de ser heredera de un saber de familia.

Culminado ese tiempo, doña Elvira Uriana, su mamá, hizo público, ante su sociedad, comunidad y clientes, esos hombres que le compraban sus guayucos, que a partir de ese momento su hija Carmen estaba en la capacidad de hacer esos productos con la misma calidad que ella les ofrecía. Además, señalaba que su hija estaba preparada para iniciar un hogar. La heredera continuó con el ímpetu comerciante de su madre y, además del trueque que practicaban sus maestras, de cambiar un guayuco por una cabra, un chinchorro pequeño por unos chivos y uno grande por una vaca, también se aventuró a llevar su mercancía a Manaure, Maicao y Riohacha.

Carmen seguía al pie de la letra la enseñanza de que la mujer podía proveerse a sí misma sus ingresos, como también que debía buscar el sustento de su familia y que no se esperaría a que ningún hombre la mantuviera. Los mayores de su comunidad le vieron el talante y, cuando ya tuvo sus hijos, le vieron la suficiente autonomía para asignarla como autoridad de su ranchería para llevar el saber artesanal, de mochilas, chinchorros, capoterras, fajones y guayucos, fuera de su territorio.

Allí fue cuando se aventuró a ir, en 1996, a su primera feria en Bogotá. Y es que cuando hace kaanás, ese arte de tejer dibujos, sabe que su propósito es transmitir la vida que se asentó en La Guajira. Cada diseño, realizado con una composición geométrica, simboliza un pedazo de su cultura. Hay kaanás que representan la abuela de los animales, las constelaciones de estrellas, el caparazón de las tortugas, los genitales del asno, el rastro de la serpiente o el ojo de un pescado. Aunque Carmen no tuvo hijas sino varones, la transmisión de saberes no se vio detenida, como cualquiera lo hubiera podido prever.

Y es allí donde entra Alberto, como hijo mayor, a contar que, cuando era jovencito en el internado, se percató de que su educación y bienestar se lo había dado el tejido de su mamá. Allí sintió que su mejor forma de agradecerle era no solo convertirse en su intérprete al español, sino honrar su saber aprendiendo a tejer tan bien como ella.

Y así lo hicieron él y sus hermanos. Se considera un digno heredero de sus manos, así como todos los niños y jóvenes que han pasado por sus lecciones. Ella lo sabe, sabe que el tejido es su libro, su diario, y lo dice: “Yo vivo el presente, no existe el futuro para mí porque no es algo que está seguro, entonces el presente es lo que vivo y a través del presente es que debo dar a conocer, para que algún día esta historia continúe”.

Artesanos de la ruta

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