Taller: Balones Ladinos
Oficio: Marroquinería
Ruta: Ruta Paipa - Iza
Ubicación: Monguí, Boyacá
Aunque es el heredero del rey de los balones, lo suyo es el ciclismo. Sin embargo, la intensidad, gracia y conocimiento con la que habla de la tradición de su familia da para pensar que a este hombre lo mueve la pasión. Cuenta que gracias a la Guerra del Perú en 1932 el oficio llegó a Monguí, y lo hizo de la mano de su tío Froilán Ladino, fundador de la dinastía de los Balones Ladino. Por cuenta de un traslado a Manaos, en la frontera brasilera, Froilán vio cómo en una cárcel los reclusos elaboraban balones y ató los cabos para ver que la producción a gran escala era el testimonio de un país futbolero. Miró con detenimiento cómo se hacían y regresó a su pueblo pegado a las montañas boyacenses con la obsesión de replicar la idea. Su impulso alcanzó por un tiempo a modificar la economía regional que siempre se había dedicado a la agricultura y, desde los 60, a la minería por la recién fundada siderúrgica Acerías Paz del Río.
Froilán tenía alma de inventor, así es que se encerró en el taller y se dio a la tarea de diseñar las máquinas con las que se harían famosos los balones que hoy son patrimonio de Monguí. Hizo una troqueladora que marcó orgullosamente con sus iniciales FLA y los moldes en aluminio para darle la redondez al esférico que hace felices a tantos millones de personas en el mundo. Con las máquinas listas echó mano de lo que sí sabía hacer el pueblo desde siempre: coser. Y allí, entraron las manos de las mujeres a unir con sus agujas e hilos las 12 piezas troqueladas que harían el primer balón de Monguí en 1938, bautizado con la marca Libertad y que, como se ve en los registros, costó 20 centavos. Por eso, y en homenaje a estas centenares de mujeres que fueron encarnadas en doña Matilde Holguín, hay una escultura de una cosedora en la plaza principal del pueblo. En Monguí se desarrollaron 21 modelos distintos de balones cosidos, siempre siguiendo las tendencias y el estilo de los balones de los mundiales.
Édgar se deleita narrando, detalle a detalle, estos orígenes y rememora su infancia entre balones. Dice que, al ser “Modelo 65”, fue testigo de la era dorada del balón en Monguí en la década de 1970, una industria manual que empleó a 350 familias por años y que, con sus más de 1.000 artesanos, creó un símbolo regional. De hecho, el mercado era tan grande que las familias del pueblo, principalmente los Ladino y los Acevedo, se dividieron el país para ir a distribuir los 14.000 balones mensuales que se producían en Monguí. Su abuelo Manuel, se iba al sur, Cali, Ipiales y la frontera ecuatoriana con el balón Supersoria; su papá, Paulino, cogía para Medellín, la Costa, Santander y Bogotá. Y si los hijos ayudaban dentro de los talleres en vacaciones y le colaboraban a su mamá dándole el material a los cosedores de balones, el premio para alguno de estos siete hermanos Ladino era acompañar a su papá a sus recorridos por Colombia. Esa entrega del cuero los sábados, día de mercado y de la paga, era todo un ritual: cada una de las 12, 18 o 32 piezas troqueladas se marcaban con un número y se colocaban, parejitas, atadas con una cabuya para que el artesano las cosiera al revés.
Pero los tiempos han cambiado. Desde el nacimiento del nuevo milenio, los balones se fabrican vulcanizados, es decir con un proceso industrial, lo que hace de los balones cosidos un objeto único y más duradero. Un culto al oficio manual y un lujo, indudablemente, por el enorme trabajo que tiene detrás. Édgar no quiere que esta tradición se extinga, por eso la sigue incansable y le hizo un museo para que el pueblo nunca se olvide que hubo un tiempo en el que un pueblito perdido de Boyacá producía el 95% de los balones que se compraban en Colombia y que, de haber seguido, hoy podrían ser la Pakistán de Latinoamérica, haciendo alusión al poblado de Sialkot que produce el 40% del mercado global del balón en el mundo y genera más de 600.000 empleos. Pero, esa, es otra historia. Él no se lamenta, solo quiere que las nuevas generaciones tengan la fortuna de conocer los balones de Monguí y, así, llevarse ese precioso redondo hecho a mano.
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