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Yazmín Briceño

Taller: Artesana Cumariana
Oficio: Cestería y tejeduría
Ruta: Ruta Vichada
Ubicación: Cumaribo, Vichada


De la mano de Yazmín Briceño es un privilegio adentrarse en el mundo sikuani, uno de los pueblos indígenas que habitan el inmenso territorio del Vichada. Habla con fluidez y exuberancia de lo que significa para ella ser miembro de la comunidad cumariana, de Cumaribo, el municipio más grande del país, con más de 65.000 kilómetros cuadrados. Cual eco de los suyos, se sabe parte de un resguardo unido y comprometido con la preservación de sus tradiciones, una de las cuales, el oficio artesanal. Éste es parte de su identidad y así lo reconoce. Honra a su abuelita Beatriz y a su madre María Ortiz, las mujeres que le enseñaron a tejer, esencia misma del ser sikuani. Es su continuadora y lo es, ella misma, de sus propias hijas. Todas estas mujeres son hilos que se unen generación tras generación.

Yazmín recuerda con claridad los cuatro meses de encierro que vivió apenas le llegó la menstruación. Junto a Beatriz, su abuelita, aprendió el sentido del tejido, ese que produce los elementos que sostendrán el hogar, el chinchorro de 500 vueltas con el cual dormir con su esposo, las tinajas en barro para celebrar el agua, los canastos de palma de cumare y de moriche, para recoger la cosecha del conuco o los sebucanes, canastos con los cuales se exprime el veneno de la yuca brava, para hacer luego el casabe y el mañoco, base de su alimentación.

Aunque se ríe al decir que durante esos meses se volvió blanquita y gordita, lo que narra son memorias felices, esas en las cuales la atención fue solo para ella, para enseñárselo todo a ella. Cuenta que se fijaba en la abuela, en cómo torcía las fibras de moriche y cumare, en cómo le enseñó a quitarle la vena al cumare con cuidadito para no chuzarse con las tremendas espinas que tiene. La vio teñir las fibras con las hojas grandotas de la teca o con el jengibre amarillo, o cúrcuma. También, cómo veía llegar en la tarde al abuelito Juan cargado de cogollos que se iba a recolectar selva adentro desde la madrugada. Allí le contaban lo que representaba cada símbolo que se teje sobre los canastos, historias que sigue repitiendo a quien se las pregunte.

Y así, meterse en el canasto es meterse en un universo. Uno en el cual nada un pescadito en las aguas de sus caudalosos ríos, se imprimen las huellas de un mamífero sobre la tierra húmeda marcando su paso, se dibuja el poderoso árbol de la vida sobre el cual se sustenta su historia fundacional o los chamanes construyen, y se esconden, entre laberintos, para que un rival no le haga nada malo. Como vemos, ninguno de los 32 patrones que vemos tejido sobre un canasto es fruto del azar. Es la traslación geométrica de su cosmogonía y así la preservan: plasmándola y contándola.

Al salir del encierro, a Yazmín, esa niña convertida en mujer, la recibió una fiesta. Por estar ya preparada para la vida que le tiene deparado el destino. En éste, además, se le cruzó el aprendizaje del croché y vio que era realmente buena en el dominio de las agujas. Se probó haciéndoles vestidos a sus hijas y sonrió con el resultado. Hoy combina esa tejeduría que le aprendió a sus mayoras con el trabajo en aguja y logra unos canastos y contenedores de una belleza infinita. Yazmín lo sabe y seguirá haciéndonos viajar por sus paisajes y creencias todavía por mucho tiempo más.

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