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Luz Mariel Rodríguez

Taller: Manos de Oro
Oficio: Alfarería y cerámica
Ruta: Ruta Tolima
Ubicación: La Chamba, Tolima


Es la maestra de varias generaciones de alfareros. Modelo 51, como ella mismo se nombra, es nieta, hija, sobrina y madre de artesana. “Yo soy hija de La Chamba, y creo que a mí me hicieron con una bolita de barro”, cuenta graciosa y llena de elocuencia. También asegura que, al morir, quisiera que sus restos reposaran en una olla de barro, luego de recordarnos que ha hecho innumerables urnas funerarias pues para ella es esencial que nunca se olviden las raíces indígenas pijao que fundamentan a su comunidad.

“Me crié en un hogar de artesanos, de ceramistas: Mi abuela era artesana, mi mamá y mi tía también, así que uno crece y aprende de las naguas, como le llamamos acá, de las faldas de la mamá. Además, como yo era la niña de la casa, hacía vajillitas para jugar con mis hermanos, el plato, la estufa, la olleta. Como éramos personas de escasos recursos y no teníamos juguetes, entonces los de nosotros eran así, hechos de barro”. Pero no lo dice con melancolía y, al revés, celebra su infancia al recordar que los relatos que la formaron fueron las leyendas del Mohán y La Patasola; semejantes historias se las recitaban teatralmente los mayores a la luz de la vela, pues la electricidad llegó al pueblo cuando ella tenía tres años.

Está plagada de memorias infantiles. Como cuando, mucho antes de aprender a leer y a escribir, molía el barro seco con una piedra y lo colaba en un tarro de galletas con huecos perforados con puntillas que cumplía la función de cernidor. O cuando ayudaba en la casa a brillar el barro y cómo se iban con su familia, como toda una aventura, a las escondidas y a oscuras, a extraer barro en una mina cerca de su casa. Y al volverse toda una señorita, también tiene claro cuando su mamá le alertó del Mohán: que no se fuera a meter al río Magdalena porque éste se la llevaba. “Decían que se llevaba a las muchachas bonitas, pero como yo era fea, yo sí me metía…”, dice riendo. Justamente, todos estos mitos y relatos propios de su tierra le dieron, no solo su capacidad narrativa, sino su signo distintivo a la hora de moldear el barro de La Chamba, pues es de las pocas artesanas que tiene un trabajo escultórico en el municipio.

Su vida ha sido rendirle culto a la transmisión de saberes y, si bien su mamá no le enseñó todo lo que conoce, pues no sabía muy bien cómo hacerlo, sí recibió instrucción de dos maestras, Gilma Barrero y Ana María Cabezas, quienes se convirtieron en su inspiración. Las admira y reconoce que lo que ha llegado a ser se lo debe a ellas, al esmero como contaban el cuento del barro y dejaban la impronta en sus aprendices, siendo ella una de las grandes herederas. El barro es, definitivamente, su fascinación y recorre sus minas de barro líquido y arenoso como un ritual cotidiano, pues su mezcla es la garantía de un producto de alta calidad.

Combina la elaboración de mohanes, piezas precolombinas, brujas, pájaros y candelabros, con los tradicionales platos y bandejas de arcilla negra. Además, hace colaboraciones con artistas plásticos a quienes descresta con su dominio técnico de los procesos del barro y se deja contagiar, con entusiasmo idéntico de los mundos y saberes de los otros. Siempre dispuesta a aprender, cuenta que gracias a su habilidad y a su famoso Mohán, se ganó un concurso y terminó visitando la Muralla China en 2010. Lo narra con la misma alegría de sus tiempos felices de niña.

En la actualidad, su mayor satisfacción es poder combinar todo ese saber acumulado con los años, con las preguntas de los niños de hoy y con la innovación que presentan las tendencias. Se sabe pura tradición, pero con el olfato y el gusto por seguir descubriendo hasta dónde puede llegar el barro de La Chamba.

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