Workshop: Asomuarin
Craft: basketry
Trail: Ibagué-Chipuelo Route
Location: Ortega, Tolima
Si ha habido una constante en la vida de María del Carmen Prada, ha sido su vocación artesanal. En medio de sus ires y venires, y de los momentos difíciles, nunca ha abandonado su entrega y amor por el oficio, ni el oficio la ha abandonado a ella. Dice que eso del amor por el arte es como tener un novio: todos los días toca tenerla al lado, todos los días hay que estar pendiente. En su caso, la vocación ha tomado la forma de la tejeduría y de la música, y en esas se la pasa a pesar de los duelos, la enfermedad o las deudas, tejiendo y cantando con la fuerza que la caracteriza, y que sabe que la ha salvado muchas veces. Como en el amor, la relación con su oficio le alivia los pesares.
Creció como una buena guamuna, tejedora de la palma real del Guamo con que se hace el sombrero tolimense. Desde muy temprano se formó en el emprendimiento de la infancia, el hacer sombreros para ganarse la plata del recreo, gracias a las enseñanzas de su madre. En todas las casas del pueblo había una asiento de cuero de chivo, y en todo asiento había una tejedora haciendo un sombrero, pasando las tardes trabajando acompañada de las vecinas, las hermanas o las amigas. El ambiente era festivo, lleno de música y de baile. María del Carmen recuerda a los abuelos cantando en toda fiesta y todo funeral, amaneciendo tocando la guitarra, y sabe que fue de ahí que sacó no solo el talento sino el amor por la música, y el carácter duro de los hombres de su familia. Habla de sí misma como una mujer fuerte criada con amor pero también con disciplina, y se le nota en el acento tolimense.
Luego cambió de municipio y de fibra. Salió del Guamo cuando consiguió esposo en Ortega, donde no solo encontró el amor, sino su nuevo material. Conoció a la iraca, palma que parece una mano abierta, creciendo silvestre a la orilla de cualquier quebrada, y a quien le enseñaría a usarla, su amiga doña Gabriela, una mujer del campo que aprendió el oficio de su madre y lo pasó a otras mujeres. Entonces se acordó de otra de las enseñanzas de su infancia, la de hacer escobas anudando hojas de iraca en una cabuya y envolviendo la cabuya en un palo. Barrían a la perfección, pero por algún motivo a María del Carmen no le gustaban. Por suerte encontró lo que sí le gustaba hacer con la iraca, canastos, paneras y pequeñas piezas tejidas prendidas a un bonito par de aretes.
Desde el principio se dedicó a la enseñanza, primero como maestra rural y después, junto a doña Gabriela, compartiendo el saber artesanal. Ha insistido por años, pues su sueño es hacer de la cestería en iraca el oficio insigne de Ortega, y por eso se ha empeñado en trabajar en grupo. Si no es por un lado es por el otro, con las alcaldías, formando su propia asociación, o con el Resguardo Indígena Quintín Lame al que pertenece su familia por el lado de su esposo del pueblo Pijao. Anhela que los niños crezcan un poco como creció ella, rodeados por tradiciones artesanales arraigadas. Y en medio de las labores de lideresa, con su determinación admirable, canta y toca el piano, que aprendió a interpretar cuando renunció a su trabajo como maestra rural para dedicarse a sus hijos mientras su esposo trabajaba fuera del pueblo. Se dijo: si un niño puede aprender a tocar y leer de ceros por qué no voy a poder yo, y a los tres meses de empezar ya estaba tocando en misa.
Falta decir que esta maestra, cantante, pianista y tejedora vive en un paraíso, un remanso fresco en medio del calor de Ortega: el vivero de su familia en donde también recibe a todo el que esté interesado en aprender de la cestería en iraca. En medio de las plantas baraja sus labores, siempre acompañada por la música sonando, y hace tantas cosas que pareciera que no se detiene. Cuando termina el día, que reparte entre el riego, la tejeduría, el piano, los hijos y la casa, irónicamente siente que pudo haber hecho más.
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