Todos la referencian. Miss Rosalee fue quien me enseñó, dicen y repiten unas y otras. No es raro, ella cree que le ha enseñado a más de mil personas. Aun así, siendo toda una maestra, lo primero que reconoce es que Miss Yoconda Cajiao fue quien le enseñó a ella. Fue ella quien la llevó a descubrir el wildpine, la palma que es marca registrada de la artesanía sanandresana y con la cual se hacen múltiples objetos tejidos. Sin embargo, el enamoramiento de esta materia prima no fue a primera vista. Al ser uno de los productos más pedidos de la culinaria raizal, ella vivía pelando cangrejos para vender, así que lo de la artesanía no le llamaba ni remotamente la atención. Además, no recuerda haber tenido ninguna habilidad manual de niña o una memoria de ser la que pintaba en clase. Cero. Con tener que ayudar criar a sus muchos hermanos ya le era bastante.
Así que su llegada a la artesanía fue, literalmente, para quitarse a una amiga de encima. Lo cuenta riendo, por supuesto. Mirta Toledo le decía, como una melodía pegachenta, que fueran a aprender a coser. Se lo decía para que cuando fueran viejitas se pudieran sentar en la terraza a bordar y a chismosear. Fue tal su insistencia que terminó yendo a la clase y no tuvo que llegar a vieja para dedicarse a lo que se le volvería, de ahí en adelante, su vida.
Tejer se le volvió un reto, algo que sí le gusta mucho. Cumplirse y cumplir son sus consignas y su motor. Saca la canastica cuadrada en trenzado de nudo que le dio lata. La guarda casi como un amuleto. Cuenta que no le daba, que doblar los bordes le dio problemas y que le dolía la mano, pero se la quedó mirando y le dijo que no se dejaría de ella, así que hasta que la sacó adelante no descansó. Le ganó la partida.
No es de extrañar que la determinación sea la que la guía. Hija de Erminda Archibold, su mamá es símbolo de la resistencia raizal en San Andrés. Y es que estas mujeres tienen la isla impresa en la piel. Lo vieron estando lejos de ella. Por cosas de la vida, Rosalee vivió desde los 7 hasta los 21 lejos de San Andrés. Siguiendo los pasos de su padrastro marinero, ella misma vivió entre pueblos, trasegando entre Barranquilla, el río Atrato y Cartagena. Hasta que regresó y sintió que ese novio que tenía ya no pegaba con el mar. Lo cambió por un isleño, dice con la gracia que le sale natural.
Ya con los años encima, pero con la conciencia clara de que no se puede quedar quieta si se sienta, se la toma más suave que antes. Fueron muchos años viajando a ferias. Eso no significa que no tenga siempre consigo canastos, portavasos, individuales, paneras, fruteras, portacazuelas o refractarias. Así lo hace desde cuando, al empezar ya hace tanto, una señora se le quedó mirando trabajar y le preguntó si se podía sentar con ella. Al cabo de un rato de buena conversación le terminó comprando todo lo que tenía. Sabe que los clientes pueden llegar en cualquier momento y eso es lo que les enseña a sus alumnas. Teje sí o sí los fines de semana y, a veces se encuentra preparando el wildpine por ocho horas, limpiando la palma de sus espinas, sacándole sus largos hilos verdosos que, una vez tejidos, se irán tiñendo de beige y marrón. Y, exploradora como es ha descubierto novedosas formas de conservar los hilos, ¡congelándolos en la nevera!
Hoy en día sonríe al saber que sus nietos, Joseph, Jim, Jillary, Joachim y Jacob, a los que echa y echa de la casa pero no se quieren ir de su lado, son quienes quieren aprender del wildpine. La acompañan a recolectar la palma y la ayudan a limpiarla, y también están aprendiendo a hacer los hilos. Jacob, el más chiquito, no se le despega y coge la palma como todo un heredero. Su mundo gira alrededor de estos nuevos niños que la desvelan felizmente. Con ellos siente que el ciclo se completa y sabe que tiene camada para rato a quien seguir conquistando con el saber.
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