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Cindy Fernández y Beatriz Ariza

Taller: Artesanos de la Ciénaga Grande
Oficio: Trabajos en madera
Ruta: Ruta Magdalena
Ubicación: Pueblo Viejo, Magdalena


Cindy Fernández y Beatriz Ariza hablan por sus compañeras talladoras de Tasajera. Porque todas, con pequeñísimas variaciones, tienen la misma historia: ser hijas o venir de la tradición de la pesca en su municipio cienaguero y haberse entusiasmado, toditas, por aprender la talla en madera, algo que, hasta ellas, era un oficio que estaba reservado exclusivamente para los hombres. Además, hay que decirlo, lograron aprenderlo de forma meteórica y verse, luego de un año entre cuchillas, buriles y pulidoras, capaces de manipular las herramientas que hasta hace tan poco les producían miedo.

Ya les parece lejano ese día de septiembre de 2021 cuando se anunció por el pueblo un curso en talla y madera y allá paró, como algo muy raro, este grupo de señoras que eran ellas, que, aunque oyeron que estaba dirigido para carpinteros que dominaban el oficio y querían perfeccionarlo, levantaron la mano diciendo que querían aprender. Al ser un trabajo tan duro, por la exigencia física que requiere, no era usual que fueran mujeres las que se presentaran a estas convocatorias. Sin embargo, el “profe” Neil Castro les vio las ganas y eso le fue suficiente para darse la pela por ellas. Les dijo a los organizadores del curso que les daría a “las seños” unas instrucciones básicas para ver si tenían “perrenque” o “madera”, y sí que se las vio.

Tasajera está junto al agua, es un pedacito de tierra entre aguas dulces y saladas, así que estas mujeres, como muchos de los miembros de esta comunidad, tuvieron papá pescador. Cindy cuenta que el suyo llegaba de sus correrías marinas con los pies maltratados y las uñas voladas, pero que esa fue su vida y la adorada, y que, muy a su pesar, había tenido que renunciar a ella vendiendo su lancha, porque su cuidado ya no era le tan fácil luego de envejecer y trastearse, la canoa se le soltaba por la brisa y ya no le quedaba tan cerca de donde vivía para irla a recuperar. Beatriz, por su parte, recuerda a su papá camaronero, negocio que ella heredó luego de su muerte. Además, se ve a sí misma cuando jovencita lo acompañaba a reparar el bote, ese que llamó La Luz del Mundo, y tiene claro que se prometió que un día aprendería ella misma a arreglarlo.

Por eso se animaron, ya con media vida vivida muchas de ellas, a lanzarse a vivir la tradición carpintera de su pueblo. Porque, como cuentan, todo hombre de esta comunidad coge un trozo de madera y, sin darse cuenta del dominio que le tiene, hace maravillas con ella. No obstante, la siguen viendo como un objeto funcional, para ellos es una cuestión de arreglar canoas. Así que son ellas las que le están dando a esta materia prima que las rodea, el carácter decorativo y artesanal con el que hoy empiezan a destacarse.

Cindy se ríe de cuando empezó en esto del manejo de las maderas, le dijo a su esposo que la acompañara y le ayudara en todo. Le tenía terror a las herramientas al punto de “tirarse” dos cuchillas por los nervios y vio cuando Beatriz se golpeó un dedo con el martillo. Hoy, ambas son unas duchas en el manejo de las caladoras y hasta le dan sopa y seco a algunos carpinteros que se dicen incapaces de pulir con máquina por lo cual dicen que prefieren hacerlo a mano. Para ellas, una cortada en las manos con el buril es parte de los gajes del oficio y tanto ellas como sus compañeras tienen su primera talla colgada con orgullo en las paredes de su casa. Beatriz se hincha con la garza que hizo y que empujó a sus amigas a que se metieran en este rollo que les cambió la vida y Cindy ve con esperanza que su hija menor se esté encarretando con este cuento porque puede convertirse en un oficio que se perpetúe en la familia.

Hoy están empezando a asistir a ferias artesanales y, aunque sus maestros las mandaron porque saben que ya pueden hablar de maderas náufragas que vienen curadas por el sol y la lluvia, y de cómo el cedro es más suavecito que el caracolí, o sobre la elaboración de tintillas a base de cúrcuma, ellas se saben nuevas en el oficio y miran con admiración a las tejedoras wayuu y de San Jacinto y con las cuales se quieren comparar en unos años. Saben que van por buen camino, porque ya no les temen a las herramientas, las convirtieron en sus amigas y ya nada las separará de ellas.

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