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Jesús Cáceres Nieto

Taller: ARARTEC (Arte e Ingenia Caceres)
Oficio: Trabajos en madera
Ruta: Ruta Norte de Santander
Ubicación: San José de Cúcuta, Norte de Santander


Es fácil conversar con Jesús. Y tiene tema para rato. Aunque es un tremendo artesano tallador, le caben mil asuntos en la cabeza y se sabe investigador y gomoso de lo que le interesa. Es un abanderado de las pesquisas medioambientales y sabe que su oficio depende de recursos finitos por lo cual estudia sin descanso la manera de alargar lo que tanto le gusta hacer con sentido de presente y belleza. Combina las ciencias exactas con la destreza del hacedor manual. Cual alquimista, es fácil imaginárselo mezclando medidas exactas de miel de abejas, aceite de oliva y trementina, a la manera de las culturas antiguas del Mediterráneo, para aplicarle a sus platos y así, poder sostener alimentos sin contaminarlos. Sus más de 70 años están perfectamente llevados y sonríe diciendo que trabaja 25 horas al día para nunca permitirle ni un pequeñísimo espacio al Alzheimer.

Esto de la madera le viene de familia. Recuerda los cuentos que le contaba su papá de su abuelo, ese hombre que se inventó sus propias herramientas para tallar, así como para moler las matas de café o la caña de azúcar y que este nieto llama cariñosamente como un ingeniero silvestre, hecho a pulso. Habla heroicamente de ese hombre llamado Justo Cáceres, quien con hachuela en mano y mucho antes de contar con sierras para cortarlo todo, nada le quedó grande. Ese don de la recursividad se la heredó su papá, don Jesús María, quien no solo le legó la tradición maderera sino el nombre de Jesús, al que le añadió el Ramiro. Los árboles, vemos, son su cordón umbilical.

Jesús Ramiro con su elocuencia adorable dice que, cuando muera, tres lugares se pelearán por decir que pasó por allí: Arboledas, Durania y Cúcuta. Y aunque nació en la capital del departamento, en los otros dos pueblos transcurrió una infancia feliz, una en la que llenaba su vieja maleta de cuero de lápices, pinturas, papeles y telas para dibujar. No se le olvida que su profesor, Jaime –un hombre grande que se parecía al famoso profesor Girafales del Chavo del Ocho, para más precisión– les dijo a sus alumnos que iban a aprender a dibujar huevos amarrados a la cabeza. Allí aprendió de abstracción. Justamente, con la lección bien aprendida y un talento innato, recuerda que se ganó una mención de honor en una feria de ciencias por aplicar ese concepto con una imagen del Sagrado Corazón de Jesús devorada por las termitas. Luego, ver a su profesora de pintura restaurar cuadros completó el paisaje de lo que depararía su vida pues todas esas pistas y preguntas lo llevaron a estudiar Bellas Artes. Con una beca en mano que se ganó por una exposición se fue para Popayán.

Allí, sin embargo, se enfrentó con que no sabía tanto como creía. Quiso abandonar, pero, de nuevo un profesor, le pidió paciencia. Y esta triunfó, pues al mes y medio estaba ya coordinando el taller y esto produjo que al regresar a Cúcuta le consagrara la vida a la enseñanza de los oficios artesanales en el Sena, de donde se pensionó. Habla con admiración de las artesanías del país, esas que tuvo la fortuna de conocer en sus cuatro puntos cardinales. Su mayor alegría es cuando conoce a otros maestros con los que comparten saberes y amor por los oficios.

Muchos años han pasado frente a sus ojos. Le dijeron que ya era tallador al hacerse su primera cortada, producto de no usar más que las gubias para ahuecar un trozo de madera y su maestro le enseñó a sentir la veta de la madera, a olerla y contemplarla en todo su esplendor. Por eso hoy mira con curiosidad el pino pátula, natural de Pamplona, y aunque todos lo usan para hacer estibas al considerarla una madera demasiado burda, él está estudiando la manera de sacarle ese precioso dibujo de su piel para hacer una artesanía. Investiga cómo no dejar que se tuerza y hace ensayos a la vieja usanza –sumergirla en agua y plancharla, para devolverle su forma original–, y sabe que el secreto para sacarle toda la potencia a la materia prima es secarla mucho más de lo que se le deja normalmente. Ensaya y se equivoca, y retoma, como todo buen científico que sabe que va por buen camino. Así mismo, con su hijo, ingeniero electromecánico, están explorando la técnica del raicismo, reciclando raíces del Río Pamplonita para hacer lámparas que permitan que se vean esos dibujos rizomáticos.

Por ahora, consciente de la falta de identidad de su ciudad por el sentido de paso fronterizo con el que siempre se ha asumido, está intentando hacer de la hojarasca cucuteña un paisaje común que permita darle a la capital un referente. Las hojas del oití, que dan el sombrío que alivia el calor, cuando se caen a la calle hacen un dibujo que él quiere que todos veamos. Por eso lo talla en bajorrelieve. Esas son las formas de su Cúcuta querida.

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