A Luisa la crió su abuela Aurelia Mendoza pues perdió a su mamá a los 13 meses de haber nacido. Con ella aprendió todo lo que sabe sobre el arte de la tejeduría en caña flecha y recuerda cómo desde sus ocho años comenzó a trenzar como lo solían, y suelen hacer, todos los niños que juntan y van entrelazando hojitas de plátano o de maíz. Cuenta que, en su pueblo, Tuchín, todas las mujeres lo hacen al punto de que, incluso lactando, trenzan. Ya puede decir que lleva más de 40 años en el oficio. Sus sombreros vueltiaos son famosos y se siente feliz de que toda su familia se dedique a su producción.
Como si fueran los grados del colegio, habla del aprendizaje de la tejeduría del sombrero por etapas. Desde ese momento en el que alguien nos lleva de la mano, hasta que somos nosotros los que lo hacemos con alguien más. Alcanzar y dominar un nivel permite seguir al siguiente. Es como pasar el año. Le gusta enseñar, y narra con detalle cada una de las particularidades de esta artesanía que le ha dado la razón de ser a este pueblo cordobés.
Empieza con la materia prima, con esa caña flecha que debe tratarse y prepararse adecuadamente para poder empezar a hacer la trenza con la que se hará el sombrero. Allí se toma su tiempo, cuenta de la fibra, de su color verde apenas cortada, del uso de la nervadura de la hoja, de la necesidad de sumergirla en caña agria picada y machacada, por una noche, para que empiece su proceso de blanqueado; luego seguirá la puesta al sol de tres a cuatro días. Advierte que si la materia tiene manchitas o “pisquitas” negras no es que esté mala, sino que así la hizo la naturaleza. En todo caso, esas fibras a las que llaman “palma vieja”, las tinturarán y con ellas tejerán la parte oscura del sombrero. En ese instante se detiene en ese universo de la teñida natural, metiéndola en pozos de barro especiales –sin arenilla ni raíces–, y luego coloreándola con bija. Ahora sí, cuenta que están listos para trenzar.
Dependiendo de la finura del sombrero, será la densidad de la trenza. Así, puede variar de 11 a 33 hilos de caña flecha, siendo la primera con la que se hace el más corriente y el último, el más fino de todos los sombreros que puedan tejerse. Los más tradicionales son el del 15 hilos o “quinceano”, el de 19, el de 21 y el de 23 –de más trenzas es normalmente por encargo. E incluso hay uno híbrido que es el “machihembriado”, una mezcla de 15 y 19 hilos. Todo esto influye en su tiempo de elaboración que puede tomar entre tres días y una semana.
Los más pequeños arrancan haciendo el ribete que cerrará el sombrero. Ya, cuando se conoce del oficio, se marca la horma y se teje el ala y, quienes más dominio tienen de la técnica, se encargan de hacer las pintas, o los dibujos tradicionales, en la encopadura del sombrero. Allí, en ese lugar tan visible a nuestros ojos, están las señales de las familias zenúes de antaño que marcaban sus apellidos con formas de la naturaleza, espinas de pescado, flores de maracuyá o caparazones de tortugas.
Hoy Luisa se alegra de haberle contagiado su gusto por el trabajo a sus hijos, especialmente a Ander, que se ha convertido en su sombra y ha resultado un habilidoso artesano y hombre de negocios que les ha permitido recibir pedidos inmensos de toda suerte de productos en caña flecha. Han logrado trabajar, junto a muchos otros talleres artesanales para poder cumplir los más grandes encargos, haciendo de esta comunidad artesanal todo un ejemplo de cadena productiva. Todos se están beneficiando y mejorando su calidad de vida, así como se está garantizando la transmisión de saberes para las nuevas generaciones de artesanos, quienes están viendo en los oficios de sus padres y abuelos, un futuro posible.
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