Taller: Arte Ruby
Oficio: Cestería
Ruta: Ruta Risaralda-Quindío
Ubicación: Filandia, Eje Cafetero
En su casa es imposible no quedarse mirando hacia arriba. Porque cuelgan decenas de cestos y contenedores de todos los tamaños y colores. Como ella misma lo dice, fue criada entre canastos y bejucos y así, exhibiéndolos, viviendo entre ellos, les rinde honor y perpetúa la tradición de una familia inmensa de 12 hijos que se alimentó gracias a la tejeduría. También recuerda cómo en Filandia era costumbre de las madres y las abuelas colgar canastitos en las cocinas, encima de los fogones de leña, para proteger arepas y huevos de cualquier roedor entrometido.
Ruby es elocuente y cuenta que, aunque su pan de cada día era ver tiras de bejuco en el piso de la casa, solo empezó a tejer en serio cuando se casó, o la casaron como precisa con la conciencia de la vida vivida. Antes de dedicarse de lleno a la artesanía hizo de todo para mantener el hogar, fue madre comunitaria, recogía café y cargaba plátanos. Hasta que venció a ese “terremoto de celos” que era ese marido y se empecinó en recordar su historia del tejido así como aprender nuevas técnicas e innovar en su elaboración, para lo cual se metió en cuanto taller pudo.
Y resultó siendo una “tesa” para dominar las fibras. Se le medía a todo y nada le quedaba grande porque nunca tuvo problema en deshacer mil veces un tejido que no iba por buen camino, para enderezarlo y dejarlo como tocaba. Dedicarse a ello le hizo recordar esas intensas jornadas de trabajo en la casa materna, ver a doña Blanca, su mamá, tejer de mañana a noche para poder comprar la panela y la libra de arroz del día, mientras que su papá se iba con los hermanos más grandes al monte por varios días a cortar bejucos de chusco, cucharo y tripillo, y secarlos al humo del fuego, para luego hacer los típicos canastos bagaceros y la canasta mercadora, fuente de la economía de muchas de estas familias quindianas.
Esa vida dura le enseñó el significado del trabajo y el sacrificio, algo que agradece permanentemente, con la humildad de saber que siempre se puede seguir aprendiendo. Por eso ha explorado con los distintos bejucos así como con la guasca de plátano.
Le da risa recordar cómo uno de sus hermanos se le burlaba por intentar hacer unos jarrones siguiendo el patrón de un balón, hasta que lo dejó boquiabierto con el resultado y le terminó diciendo que no era ninguna boba sino, mejor, una avispada. Esa línea de jarrones se convirtió en su sello por años, pero ya desde hace un tiempo tiene su energía puesta en la elaboración de lámparas, con las cuales se deleita creando distintos modelos.
Hoy, celebra que la acompañan hermanos y sobrinos en el negocio, toda su “gallada” de familia, con la cual garantiza que ese seguirá siendo el legado de los Arias Velázquez en Filandia.
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