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Sombrero Aguadeño

Taller: Taller de Ripiado El Jardin, El Taller del Sombrero y Corporación Virgen de la Loma
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Caldas
Ubicación: Aguadas, Eje Cafetero


MARTA BEDOYA
RIPIADORA

 

Hija de ripiador, hábil ripiadora ella misma y casada con ripiador, Martha Bedoya le ha entregado su vida a este arte del cultivo de la palma de iraca y a su preparación para que otras manos usen su fibra en la tejeduría de los tradicionales sombreros aguadeños. Habla con cariño de la mata que la ha acompañado desde niña y se lo agradece con generosidad, pues todo lo que tiene se lo ha dado esta piel flexible que, como palma, se abre frente a nuestros ojos con su geometría y verdor espléndidos y, como artesanía, corona a quien la luce.

Hubo un tiempo, en la primera mitad del siglo pasado, en donde por esta zona del norte de Caldas, se veía mucha palma de iraca. Se habla de más de 100 hectáreas sembradas. Era el sustento de varios pueblos, entre los cuales, Aguadas. Pero como una cosa va conectada con la otra, las economías fueron cambiando de prioridad y muchos propietarios de tierra destinada a la palma, cambiaron su uso con la introducción de ganado. Resultaba más sencillo y productivo tener reses, que esperar a que creciera lentamente la palma para estar en su punto de recolección. Esta decisión, así como la firme apuesta por una agricultura enfocada en el cultivo de café dejó el trabajo en palma, entre los cuales la tejeduría, como un oficio menor, aunque, paradójicamente, sea un sello de identidad regional. Pese a todos los tropiezos, el Sombrero Aguadeño ha logrado ganarse el reconocimiento de su Denominación de Origen y se he hecho un lugar en la historia; aunque son pocos los que se han enriquecido con su elaboración.

En este contexto ha vivido Martha, quien, pese a ser testigo del cambio de los tiempos y saberse una de las poquísimas ripiadoras que quedan en la zona, ha visto crecer cada una de las matas de iraca de las cinco hectáreas con las que convive. Les ha cuidado con cariño sus primeros años de vida –determinantes como en la propia existencia de los niños–, ha visto crecer sus tallos y hojas y las ha consentido para que la palma no pare de producir, apenas esté lista, por los siguientes 30 años. Habla de los cogollos que produce esta palma frondosa como si hablara de hijos, y sí que lo son, pues de su atención en la siembra y recolección a tiempo –ni “niñitas”, como se les llama y por eso no lo suficientemente maduras, ni “jechas”, o viejas, porque se revientan–, dependerá el éxito del proceso. Una etapa que finaliza con el ripiado, y con éste, la definición de la calidad del sombrero que luego podrá tejerse con sus delicadísimos hilos vegetales.

Y es que los ripiadores son quienes le pasan la “peinilla” a la fibra, una serie de puntillas que sacan los hilos de la palma según el calibre que le pida la tejedora, el extrafino, el fino y el común, siendo el más delgado el que produce el sombrero más refinado y el que demanda más materia prima y trabajo. La creación de estos hilos que se entorchan en cuartos, una de las medidas con las que trabajan las tejedoras, es larga y dispendiosa, pues a la siembra y recolección, que debe hacerse preferiblemente en cambio de luna para que saque sus mejores cualidades –como cuando se corta el pelo–, viene la cocinada de la fibra, su secado y puesta al sol, para luego mojarla y mezclarle azufre, que es con lo que se le fijará el color crema a la paja, característica del sombrero de Aguadas. Martha nos pide fijarnos en esta particularidad de los colores de la fibra, con el ánimo de entender el tiempo: al recolectarse es verde, al cocinarse es amarilla, al tostarla al sol deviene grisácea y luego, en la estufa con azufre termina de blanquear pareja, signo distintivo de cuando está lista para ser tejida.

Cuenta, además, que el consumo de la iraca ha creado una forma de llevar las cuentas: un peso de palma son 320 cogollos. Y Martha, junto a su esposo, alcanzan a ripiar, en una sentada de dos días, 10 pesos y, cuando hay alta demanda, han llegado a los 16 pesos, es decir más de 3.000 cogollos. Apenas el inicio del proceso, que luego se tomará una semana más para dejar lista la fibra. Los ripiadores, preparadores de la iraca para el arte, bajarán temprano al pueblo los jueves, viernes y sábado para vender su fibra, y es en ese pedido que se entiende el estrecho vínculo y la relación de confianza que se establece entre ripiadora y tejedora, ambas figuras honrando con sus manos a la naturaleza y, elaborando a través de su belleza, el símbolo de un pueblo.

 

 

BLANCA IRMA MARTÍNEZ, DORA ELSY CARDONA Y MARTHA LOTERO

TEJEDORAS

Estas mujeres nacieron en Aguadas y llevan la tradición del tejido impreso en la sangre. Se lo aprendieron a sus mamás y éstas a las suyas y, en casa, es natural que todas las mujeres sepan tejer. Así fue por décadas. Martha Lotero, ya con la experiencia de llevar más de treinta años haciéndolo y derivando su sustento de la tejeduría de sombreros y otras artesanías en palma de iraca, agradece que la obligaron a aprender porque tiene claro que, de no haberlo hecho así su mamá, se habría acabado la tradición en su casa. Dora Elsy Cardona, en cambio, dice que, a diferencia de muchas tejedoras que aprendieron a punta de pellizcos, ella lo hizo sin miedos y con gusto. Así mismo le enseñó a su propia estirpe. Por su parte, entre la abuelita y la mamá de Blanca Irma Martínez, Anatilde y Alicia, se lo enseñaron todo a esta niña de ojos curiosos, empezando por los cargadores de las botellas, con siete pajitas con las que hacía una tira y, de ahí, rápidamente, pasó a la elaboración del sombrero, la traba que es su inicio y las cuatro crecidas o espirales con las que se constituye la copa de un sombrero fino. Blanca habla de siempre hacer el trabajo “pulido y menudito”, como se lo enseñaron, apretando la fibra fuertemente y tiene pegado el recuerdo de ver a su mamá llegar con la paja que ella misma cargaba. Se queda absorta al decir que lleva 45 años tejiendo. La vida entera, pues. Las de cada una de ellas.

Prácticamente todas repiten la historia de haber ayudado a sus madres a criar a sus hermanos y tienen la memoria de haberse sumado al resto de la familia para elaborar los sombreros que les daba la comida del día. Recuerdan niñeces duras y demandantes, pero ninguna lamenta haber prestado sus manos para aprender el arte al que, ellas también, le han entregado sus vidas. Son amigas de las fibras y saben reconocer y usar la materia prima que reciben. Han aprendido a lo largo de los años a trenzarla más o menos apretada, según se lo pidan, y hacer así, consecuentemente, un sombrero extrafino, uno fino y otro común. Cada uno de ellos tendrá un trabajo distinto y, por supuesto, un precio que se mide en horas de trabajo. Se saben continuadoras de una tradición viva.

Las tejedoras aguadeñas combinan el oficio de la tejeduría con las tareas de la casa, con la cocina y la crianza de los hijos. No solo porque así se ha hecho a lo largo de los años, sino porque es prácticamente imposible dedicarse un día entero a tejer, dada la exigencia física que tiene la técnica; el cuerpo encorvado, las manos apretadas y los ojos concentrados, además de la afectación en los dedos por el uso del azufre que se ha usado desde siempre para teñir la fibra. La tejeduría es, entonces, algo que han aprendido a hacer con rigor y una memoria del cuerpo que solo tienen ellas, por lo cual pueden darse el lujo de conversar y hasta ver televisión mientras lo hacen, como lo cuenta riendo Dora Elsy. El sombrero quedará listo en unos días, a veces dos, otras siete y algunas, un mes, dependiendo de la calidad del encargo.

Las tejedoras saben el trabajo que implica hacer un sombrero de los más apretados, los extrafinos, y son conscientes de que son piezas preciosas que solo valoran unos pocos que están dispuestos a invertir en una joya de la naturaleza mediada por las manos de una mujer. Y que, como tal, circulan poco.

Le dedican, entonces, su maestría técnica y dominio del oficio, a sombreros menos tupidos que, en todo caso, se dejarán doblar, característica del Sombrero Aguadeño, por la maravillosa fibra que es la iraca. A estas mujeres nada les queda grande y aprendieron numerosas técnicas a manera de ensayo y error, y porque algún cliente les pedía hacer tal o cual diseño y ellas se le medían al reto hasta dominarlo. Martha recuerda que por cuenta del tejido de unas canastas que hizo con su mamá hace más de 30 años se ganaron una olla pitadora y un dineral de 100.000 pesos, y que eso las hizo felices en la tarea de diversificar el uso de la iraca en infinidad de productos artesanal. Dora Elsy, por su parte, hace sombreros, y también portavasos y abanicos y bolsos. También varias de ellas se dedican a transmitir su saber. Martha lo hace, y adora hacerlo. Dora Elsy también. Y Blanca Irma les heredó el saber a sus sobrinas. Porque es lo que han hecho desde siempre. Con sus manos y una fibra llamada iraca.

 

 

DIEGO RAMÍREZ Y DIEGO ARIAS
TERMINADORES

Estos hombres representan la última etapa de la elaboración del Sombrero Aguadeño y se llaman los terminadores. Normalmente ellos mismos se encargan, luego, de venderlos. Reciben de manos de las tejedoras el sombrero peludito o “en rama”, es decir con las pajas con las que se tejió aún largas en sus alas y redondo o plano en su copa, por lo cual su tarea consiste en “peluquiarlo” o coserle el borde del ala, y ponerle la cintilla negra característica, así como darle la horma y la talla. Los acabados. Por sus manos pasa la iraca tejida a una prensa manual de aluminio donde se somete el sombrero a 150 grados de temperatura para que adquiera los pliegues en la copa que lo hicieron famoso y que, además, serán la guía para poderlo doblar sin que se rompa. Ramírez cuenta que por allá por los años de 1950 al aguadeño se le daba la forma a punta de plancha y que, aunque hoy muchos pasan el sombrero por prensas automáticas, él conserva el trabajo manual porque propende por el manejo responsable de la energía y el cuidado del medio ambiente, reiterando el sentido biodegradable del sombrero.

Ambos eslabones de la cadena, tejedora y terminador, se necesitan el uno al otro y es interesante ver de qué manera se reparten las cargas del oficio en la cultura aguadeña. Los terminadores se han apersonado del mito de creación del sombrero y se han convertido en los transmisores de su historia, encarnando esa aura de “lo paisa”, y llevando con orgullo ese nombre que en 1979 le pusieron a uno de los suyos llamándolo “El Putas de Aguadas”, que no es, ni más ni menos, que la representación del dicharachero paisa, ese personaje “enredador” que todo lo resuelve con las palabras y está listo para todo. Como bien lo explica Diego Ramírez, el que llegue a este pueblo que no lleve leña al monte, es decir, que venga dispuesto a dejarse servir pues como lo dicen allá “no traiga machete a Aguadas que aquí le damos… la gente de Aguadas sirve para empujar carros, donar sangre, servir de fiadores y jurar en vano, esto es la raza aguadeña, somos gente pujante, gente echada para adelante y, no precisamente por la barriguita”, recita con gracia y carcajadas, apropiándose del mote que les quedó a todos por el libro de Juan Ramón Grisales que los bautizó como unos “Putas”.

Pero cada cual tiene su carácter, claro está. Porque para Diego Arias, a diferencia de su tocayo, su lugar en la tradición aguadeña ha sido casi misional. Junto con su hermano sacerdote hicieron la Cooperativa Artesanal Virgen de la Loma, creando el ícono de la Virgen tejedora y, con ella, acompañan a las artesanas desde la fe y buscan darles canales más equitativos de comercialización de sus sombreros. También se ha dedicado a contar sus historias en largas entrevistas en video que circulan en un canal de televisión digital. Su compromiso con ellas es pleno. Estos dos hombres saben que, como lo dice Diego Ramírez “las tejedoras son las artistas, ellas son las que se merecen todo el reconocimiento en la elaboración de un sombrero aguadeño”, por eso son ejemplo de relacionamiento ético con las artesanas a quienes recomendamos conocer. Están convencidos de que esta es la única manera de garantizar que la tradición se conserve y el negocio le dé, a cada uno de sus eslabones, un trato recto y transparente.

 

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