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Sonia González

Taller: Cestería Entre Ladera
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Atlántico
Ubicación: Galapa, Atlántico


Llegar a la casa taller de Sonia González es toparse con un pequeño paraíso, como ella misma le llama. Sus abundantes plantas no solo adornan el lugar y lo hacen acogedor, sino que atraen a un animalito que la deleita cada vez que llega para alimentarse. De las flores rojas, amarillas y rosadas de sus cintas, o lazos de amor, beben los colibríes tan importantes en su práctica como artesana del bejuco. Ellos son la inspiración de sus piezas más populares, los servilleteros hechos con delgadas fibras de bejuco sobre los que se posa un delicado colibrí tejido.

Todo empezó en su infancia con un padre, Juan González, que recogía el bejuco para una madre tejedora de anchetas, Albertina Algarín Retamoso. La madre ponía a los hijos desde pequeños a hacer los fondos de las anchetas, esas canastas anchas con manija y sin tapa, que se rellenan con regalos. Además, les enseñaba a desvastar y limpiar el bejuco, como era común en Galapa, donde los artesanos y artesanas no solo tejen sino conocen la planta y saben procesarla. Mientras la madre tejía con las tres hijas, el padre se llevaba a los dos hijos al monte para trabajar el campo y traer el bejuco, y, los fines de semana, se iba a Cartagena para vender las decenas de canastos que producían en casa.

Un día, Sonia le pidió a su padre que le describiera la ciudad donde él vendía y todas las cosas que veía. Él le habló del mercado y la infinidad de productos tejidos que allí ofrecían. Entonces Sonia se propuso hacer algo distinto para que el padre lo vendiera en ese mercado diverso. Tendría diez años cuando tejió un par de botas y se las dio. El día en que su padre se fue al mercado, Sonia pasó todo el día pensando en sus botas, y para cuando regresó al pueblo antes de anochecer, ella salió corriendo a preguntarle por ellas. Él la amagó, hizo como si fuera a devolverle su tejido, pero la verdad era que sus botas habían sido lo primero que había vendido. Eso la motivó muchísimo. Siguió haciendo botas y ayudando a la madre, después se casó y vivió en Barranquilla por un tiempo, donde dejó de tejer por falta de materia prima, pero al volver a su pueblo de inmediato se acordó de las anchetas que su madre le había enseñado a tejer, e hizo un sondeo para saber si pasados los años todavía había quién se las comprara.

Si bien encontró clientes para las anchetas, se dio cuenta de que las cosas no eran como antes. Ya no abundaban las variedades ni grosores de bejuco que se conseguían cuando era niña. Muchos de los hombres que iban a buscar la materia prima ya no lo hacían por la edad, y la recolección indiscriminada en los montes había terminado por devastar la vegetación. Entonces, optó por hacer cosas más pequeñas y fue así como dio con sus colibríes tejidos, cuando en una capacitación de la gobernación le pidieron a cada artesano presentar un producto diferente y ella supo que sus piezas dependían del bejuco que pudiera encontrar. Se fue a buscar su material a un terreno que su padre había dejado vírgen y encontró fibras delgaditas, perfectas para hacer algo tan delicado como las aves que veía llegar al patio de su casa. Como cuando en el colegio le enseñaron a unir las vocales y consonantes en palabras, ella aprendió a unir las bases que le había dado su madre para hablar el idioma del bejuco. Así mismo, le ha enseñado a sus dos hijas y a su nieto a comunicarse con el material, a recogerlo, desvastarlo y lijarlo, para que su lengua no deje de practicarse a través de las generaciones.

Artesanos de la ruta

Artesanos de la ruta

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