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Teodora del Carmen Suárez Gaspar

Taller: Arte Diseño Zenú
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Bolívar
Ubicación: Arjona, Bolívar


¿Qué significan las partes de un sombrero vueltiao? Como bien lo explica Teodora del Carmen, simbolizan las etapas de la vida misma. El comienzo, el centro del que brota el resto del sombrero, es equiparable al nacimiento de un niño. La encopadura aumenta a medida que el niño va creciendo y es su infancia, que culmina con la entrada a la adolescencia, a la que le sigue el ala del sombrero, la vida adulta de cada persona. Así, la última vuelta del sombrero, en el borde del que no hay regreso, es la vejez y el final de la vida. Todo esto lo aprendió Teodora de su madre, Candelaria Mendoza Suárez, en el Resguardo Indígena Zenú de Córdoba, Tuchín, donde nació y creció. Allí, su vida dio sus primeras vueltas de sombrero y ella aprendió a hacer sus primeros ribetes en un tiempo en el que la educación de los niños y niñas giraba en torno a la transmisión de costumbres, al cuidado de la naturaleza que está en el centro de su cultura, una que sabe trabajar el campo, sembrar, conservar los bosques y vivir de todo lo que brota de la Tierra. Era un entorno muy distinto al de su actual vida en Arjona, Bolívar, donde para enseñarle a sus nietos debe agarrarlos en el corto tiempo que les queda libre entre el colegio y las tareas. Cada vez que puede se los lleva al monte a recoger la bija, singamochila y el barro para tinturar la caña flecha, y les enseña, poco a poco, a hacer sus trenzas, para que la cultura no se pierda.

Luego tuvieron que salir del Resguardo. Su madre los llevó a Arjona, donde, cuando la vida se puso difícil para Teodora, lo único que la salvó fue reconectar con sus raíces zenú. Había perdido a su marido y se había quedado sola con cinco hijos. Había intentado de todo para salir adelante, hecho cursos de manipulación de alimentos, de cultivo de hortalizas, de peluquería, manicura, y hasta de producción de shampoo, pero ninguno le sirvió porque ninguno le gustaba. Entonces entendió las enseñanzas de su madre, su insistencia en que se sentara a tejer, y lo que quería decir cuando le repetía «mija, pero si yo te enseñé algo, disfruta de eso que yo te enseñé y sácale provecho». Y así fue, porque en vez de salir a vender mangos y piñas decidió quedarse en la casa y sentarse a tejer, y encontró la forma de no dejar a sus hijos solos hasta la noche, desatendidos y a la merced de los malos caminos. Aprendió a reconciliar la crianza y el trabajo, y a vivir del don que cargaba en las manos.

Entonces reunió a las mujeres sabias que tenía alrededor, a la que sabía hacer pintas, a la que mejor hacía la trenza y a la que tejía más rápido. Y si al principio se llevaba todas esas trenzas de gran calidad hasta Tuchín para que allá las cosieran, aprendió a coser y se consiguió una máquina para no correr el riesgo de que le cambiaran las trenzas que con tanto esmero y maestría habían hecho. Nada habría sido posible sin las ayudas que recibió del Sena, de Artesanías de Colombia, y de su Iglesia. Sabe que la fuerza se la da su inmensa fé cristiana, esa que ha sabido conjugar con los principios indígenas que la guían a medida que el mundo cambia y la vida le trae nuevos retos.

Artesanos de la ruta

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