Taller: Zarikana
Oficio: Cestería
Ruta: Ruta Guainía
Ubicación: Inírida, Guainía
El taller de Ana Gladys tiene nombre de araña, la zaricana, tal como se le llama a la araña viuda en lengua piunave –de la etnia curripako–, araña que se resguarda dentro de la palma de chiquichiqui, tan propia de las selvas del Guainía. Es natural, también, que una tejedora invoque a la araña, maestra natural del hilado y metáfora del pensamiento. Y es que esta artesana, hija y nieta de tejedoras, aprendió este arte como lo han hecho las mujeres de esta comunidad indígena: desde que entran en la pubertad.
Anteriormente, a las mujeres se les encerraba por un mes, tiempo en el cual se les enseñaba a tejer los implementos para el hogar –el canasto catumare, los cernidores, los ralladores y los sebucanes, todos, elementos para el procesamiento de la caña brava y la elaboración del mañoco y el casabe. Se les solía rapar la cabeza y las cejas, y solo una autoridad indígena, el sabedor, podía ingresar a ese espacio ritual y cuidar, así, ese paso a la adultez. Él mismo tenía que prepararse para entrar allí, rezar, no ingerir pescado y no dormir junto a su mujer. Aunque a su mamá le tocó vivir la experiencia de esta manera, ella recuerda menos severidad al haber estado encerrada tan solo quince días en los cuales, en todo caso, bajó mucho de peso.
Esta comunidad habita por la orilla del Río Inírida, famoso por sus playas visitadas por turistas y, ella en particular, vive una hora selva adentro, bordeada por un cañito de agua en donde su familia se baña y lavan sus cosas.
La palma de chiquichiqui, materia prima con la que tejen las artesanías en la comunidad curripako, es parte de su cotidianidad y su cultura. Ana Gladys cuenta que con la hoja de la palma se hacen los techos de sus casas, que con los frutos que arroja se elabora el jugo y la chicha, y que son los cabellos que rodean al bejuco los que les sirven para elaborar sus objetos, entre los cuales, escobas. Nos explica, además, que la extracción de la materia, en la selva, es tarea de hombres pues la palma viene cargada de insectos, arañas, hormigas y hasta culebras, que se abrigan entre sus capas; por ello, debe sacudirse con fuerza para evitar llevarlos a las casas. De todos modos, la tarea de lavado y de preparación de la fibra, que les llega en conos de 10 kilos y que hacen luego las mujeres, es dispendiosa.
Recuerda cómo fueron unos turistas por allá por el año de 1965, los que les hicieron ver que lo que hacían podía realmente ser bello y decorativo. En ese momento les encargaron piezas que, años más tarde, gracias a un curso de diseño que les fue impartido en el resguardo, los haría mejorar sus procesos de producción y, así, sobresalir en el mundo artesanal del país.
Los canastos curripako son hermosos. Por el volumen que tienen y que logran rellenando su estructura y dándole, así, un soporte muy sólido al contenedor. Lo hacen con largueros de chiquichiqui que separan en tiras largas de tres metros y en tiras cortas de 40 centímetros; con las cortas rellenan y con las largas tejen con sus herramientas esenciales: la aguja y las tijeras. Cuenta, además, que el chiquichiqui por años se trabajó en su color original, un marrón al que no se le teñía con nada. No obstante, de unos años para acá, por un experimento que hizo una indígena de sembrar bajo tierra la fibra por varios meses, han logrado obtener un color negro que hoy combinan con el café dándole mayor versatilidad a la artesanía.
Junto a Ana Gladys trabajan otras 14 mujeres, entre las cuales sus hermanas, tías y cuñadas, todas unas maestras en el dominio de esta fibra que no es nada fácil de manejar. Es dura y cortante y muchas tejedoras primíparas lloran porque les deja las manos malheridas y sangrantes. Ellas, las que ya le tienen la costumbre, saben la humedad que necesita tener para tener la suficiente flexibilidad para dejarlas trabajar. Hablan con sus manos y se convencen que no hay dolor que valga cuando se trata de producir tanta belleza.
No puede copiar contenido de esta página