Taller: Arte y faena
Oficio: Luthería y trabajo en hueso
Ruta: Ruta Arauca
Ubicación: Fortul, Arauca
La historia de Wilmer Fabián con la artesanía ha sido, en sus palabras, un hueso duro de roer. Empieza con un joven a quién, en sus últimos años de colegio, lo agarró la fiebre del arpa. La llevaba al colegio y siempre que tenía la oportunidad y en los descansos, se ponía a practicar y, francamente, tenía a sus compañeros de clase cansados. Después entró a una academia de música en Fortul y no pensaba en nada más que en su instrumento. Pero a los seis meses de haber empezado, su padre falleció. Habiendo quedado huérfano, pues Wilmer vivía con su padre, la familia de un amigo lo recibió en su casa en Tame. Fue en esa casa donde hizo sus primeros descansos en hueso. Wilmer ya se había dado cuenta de que los descansos, unos apliques de las arpas que se incrustan debajo de las clavijas y ayudan a espaciar las cuerdas, que solían ser hechos de plástico, quedaban mejor y ayudaban a mejorar el sonido del instrumento si se hacían en hueso. Pero resulta que el hueso, cuando se pule, huele terrible, y Wilmer nuevamente se vio incomodando a la gente a su alrededor, esta vez, con su oficio.
Wilmer empezó sus pruebas usando el hueso que encontrara, de pata o mano de res. Pero a medida que empezó a considerar producciones más numerosas, no le eran suficientes los huesos que recuperaba de las comidas. Tenía que comer pata de res al desayuno, almuerzo y comida. Así que se acercó a donde hacían gelatinas de pata y empezó a usar esos huesos ya hervidos y pelados. Usaba canilla de res, huesos con el suficiente grosor para fabricar un descanso. Él sabía que sus clientes eran los arpistas profesionales, personas que entendieran de la calidad del sonido, así que empezó por llevarles muestras y poco a poco, le fueron pidiendo más. El voz a voz lo ayudó.
A este artesano no le ha faltado visión. Desde muy temprano supo que para dedicarse al oficio artesanal, debía hacerlo rentable. Antes de los descansos, le había dado un intento a los chinchorros. El año en que quedó huérfano puso en práctica lo que le había enseñado un tío en Cúcuta; conocimiento que había perfeccionado empíricamente, aprendiendo sobre distintos puntos de tejidos y siendo, como dice, inquieto con el tema. Pero se dio cuenta de que no era rentable, pues le tomaba mucho tiempo vender un solo chinchorro, que muy poca gente estaba dispuesta a comprar al precio que costaba todo el tiempo y trabajo que hay invertido en un tejido semejante. Por eso, desde el principio se preocupó por escoger un oficio que le permitiera sostenerse.
Además de los descansos, Wilmer hace maracas. Las primeras las hizo al tiempo que aprendió a trabajar el hueso. Para estas usó coco, y cuenta que no le quedaron muy bonitas. Se olvidó de ellas por un tiempo y años después retomó su fabricación. Ahora las hace en totumo, un material con mejor acústica y más amable para trabajar, pues no es tan grueso y vidrioso como el coco. Las rellena con las pepas de capacho que le venden los indígenas Uwa, oriundos de los cerros de Norte de Santander. Estas semillas son ideales para hacer maracas que se tocarán en espacios abiertos o en tarimas, pues su sonido es más áspero y fuerte. En cambio, cuando hace maracas destinadas a ser tocadas en espacios cerrados o estudio de grabación, las rellena con semillas espumaesapo pues si usara el capacho, las maracas opacarían el sonido de los demás integrantes del conjunto de música llanera: el arpa y el cuatro, y la voz del cantante.
Con el tiempo, buscando hacer destacar sus maracas, empezó a dibujarles en pirograbado escenas típicas del llano, chigüiros y caballos. Pero llegó un punto en el que se dio cuenta de que por más que se moliera el lomo, solo alcanzaba a hacer veinte pares de maracas al mes, y eso no le daba para vivir. Una noche se dedicó a pensar y pensar en cómo solucionar esto, sin poder dormir. Resolvió sentarse en la cama y rezar, pues no le quedaba de otra. Finalmente, se le apareció la solución y logró conciliar el sueño. Dios le había mostrado cómo mecanizar su producción y sacar adelante su negocio de maracas y descansos.
Hoy en día, además de la artesanía, Wilmer se dedica a la enseñanza. Forma a niños desde los 11 años en cinco instituciones, incluido el colegio en el que él mismo cansaba a sus compañeros con su arpa. Lleva 19 años formando músicos en el arpa, el cuatro y las maracas, buscando siempre la manera de llegarle a cada alumno o alumna, tal como su padre, un amante de la música e intérprete de la guitarra acústica, la guitarra eléctrica y el acordeón. Wilmer cuenta que lo suyo no es el canto, y que a pesar de que no compone ni baila, sí pone a bailar. Así que al visitarlo no dudes en pedirle una pieza de música llanera. Podrás escucharlo mientras te tomas un masato preparado por el propio Wilmer, otro de sus secretos.
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