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Leider Guerrero

Taller: Totumar
Oficio: Trabajo en no maderables
Ruta: Ruta Córdoba
Ubicación: San Antero, Córdoba


Aunque Leider nació en Tumaco, reconoce en San Antero su hogar. No solo porque es la tierra que le permitió tener una adolescencia tranquila, sino porque hizo de él el artesano que es hoy. Y resulta gracioso pensar que estamos hablando con un hombre que apenas va por la mitad de sus treintas, porque habla con la serenidad de quien tiene toda la experiencia del mundo en sus manos. Y bueno, puede que sí la tenga, pues lleva descubriendo el oficio de la talla del totumo por ya casi dos décadas.

Lejanos suenan aquellos tiempos en los cuales su familia tuvo miedo. Recuerda que, aunque vivir en el puerto de Tumaco era una belleza que se llenaba de mar, esa dicha la empañaba la violencia latente que allí se sentía. Sus papás no decían lo asustados que estaban de que la juventud de su hijo se convirtiera en amenaza, pero los hijos sentían la tensión reinante. Ser víctima de reclutamiento forzado por un grupo armado ilegal era el pan de cada día. Cuando no hubo vuelta atrás y el peligro se acercó demasiado, decidieron partir. Como su mamá era cordobesa, el camino más seguro era regresar a San Antero. Y así fue. A sus 14 años se despidió de sus amigos y amores y empezó una nueva vida en otro paisaje. Con el río Sinú y sus manglares hermosos de compañeros de reinicio.

Cuando menciona esto es como si hablara de otra vida, pues de esta nueva que ya no es nueva, solo le salen palabras de dicha. Allí, en San Antero, al que quienes conocen llaman La Joya de la Corona por su hermosura, descubrió su talento. Ir al Museo del Calabazo, fue primero para él una tarea, esa en donde ocuparía su mañana antes de ir al colegio y en donde se levantaba los seis mil pesos con los cuales comprar los dulces de la semana. Sin embargo, rápidamente sintió que ese lugar se le estaba volviendo importante. Hoy que recapitula, agradece la disciplina –y hasta los regaños de la maestra–, así como las lecciones de humildad que adquirió. Hizo de todo, desde barrer el piso del museo hasta aprender todo acerca del totumo, lecciones que le tomaron seis años de metódico trabajo.

Le gusta recolectar los frutos que trabajará. Ya en “las pajas”, o las fincas como se dice allá, lo conocen y lo dejan meterse a descubrir totumos que se volverán una guacaracha o un animalito de la región, un morrocoy, una tortuga marina, un armadillo, un lorito o un colibrí. Su mayor tesoro, aparte de su esposa y sus dos hijas, son los tres cuchillos que hizo de distintos calibres para tallar las figuras que dejará impresas sobre la piel del totumo. Es meticuloso y ha visto cómo los tiempos del artesano han ido transformándose para tener hoy mejores prácticas –o más saludables, como lo recalca. Lo dice porque antaño, de la pura recursividad, para oscurecer la cáscara del totumo, éste se ahumaba o se enterraba en la tierra por largo tiempo. No obstante, la primera técnica era pésima para la salud por los humos que se aspiraban y la segunda dejaba el totumo con un olor que no resultaba agradable.

El ejercicio ha sido, entonces, ir encontrando formas del trabajo que resulten más efectivas. Con él se ve claramente cómo la artesanía hoy en día exige una buena funcionalidad, así como un sentido estético incuestionable. Y en eso consiste su oficio, en encontrar el equilibrio. Y en formar a las nuevas generaciones de artesanos por venir. Por ahora, tiene los ojos puestos en su hija menor, María José, a quien le percibe el llamado de las manos que él mismo sintió cuando niño.

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