Ir de la mano de Marcial Montalvo a descubrir la maestría del sombrero vueltiao es entender un sentido de origen. Más allá de la lindura con la que habla de la caña flecha, esa fibra con la que se teje este ícono de la cultura costeña, más allá de su carisma y humildad que lo hacen reconocer que no es el mejor aunque muchos se lo digan, más allá de sus palabras generosas que le agradecen a todos cuanto lo ayudaron a surgir, más allá de todo eso que es tanto, él habla de sus ancestros, los indígenas zenúes, y explica que eso que vemos hoy en el sombrero –y que posiblemente nos pasa desapercibido–, esas pintas con esos dibujos que adornan su encopadura, son la forma como sus antepasados retrataron el mundo que los rodeaba: “Ellos lo que veían lo plasmaban en su pensamiento y en la trenza lo hacían”, nos cuenta Marcial orgulloso. Y así, un sombrero vueltiao puede contener en su diseño manitas de gato, el corazón de las icoteas o de Jesús, el pechito del grillo, morrocoyes, mariposas, arañas, mazorcas, hormigas, flores de limón o de cocorilla, ojos de buey o de gallo y hasta mojarras; 47 pintas que él aprendió a hacer y que hoy ruega por que no se olviden.
Este hombre cálido que recuerda que conoció un sombrero que costaba centavos, que tuvo su primer taller en 1971 y que reconoció que lo que tejía podría llegar a convertirse en símbolo nacional cuando se lo vio poner, ese 9 de agosto de 1985 por televisión y en directo, al nuevo campeón de boxeo peso gallo, Miguel ´Happy´ Lora. Cuenta, también, que en 1987 decidió que llamaría el dominio de su oficio, artesanía. Lo hizo con la convicción plena de que haciéndolo honraría a don Sixto y a don Pascalio, su papá y su abuelo, ambos campesinos tuchineros que combinaban la siembra de la yuca y el ñame con la hechura de los sombreros que protegieran de la inclemencia del sol.
Muchas trenzas han pasado por sus manos en estas tantas décadas de trabajo consagrado al patrimonio de Tuchín. Marcial recuerda con viveza cuando por esas fechas de finales de la década de 1980, el entusiasmo por la caña flecha hizo que todos los esfuerzos se vertieran en ella; Artesanías de Colombia impulsó su uso dando talleres de innovación de producto y varios de los estudiantes que salieron del resguardo zenú se fueron a estudiar Agronomía y, para no perder sus raíces, hicieron sus tesis sobre el cultivo de la caña flecha –pues antes el sombrero se hacía con paja costera o más gruesa que era con la que se hacía el sombrero corriente. Esa idea de sembrarla no solo era para desarrollar una palma criolla que diera una fibra más delicada para hacer el sombrero fino que hoy brilla en el mundo, sino para garantizar que la materia prima nunca les faltara, así que de este modo se llenaron hectáreas que, para un ya lejano censo de comienzos de los años 2000, arrojaba unas 200 hectáreas de la planta.
Este artesano conoce todos los procesos de la elaboración del sombrero y aunque cuando era joven había una clara división del trabajo en donde las mujeres tejían y los hombres cosían, dice que eso ya ha cambiado y hoy todos pueden hacer ambos oficios. Aun así, él reconoce que a las mujeres les toca más duro que a ellos. Ellas son las que tinturan la fibra, por ejemplo, porque confiesa que a los hombres no les gusta meter la mano entre el barro, que es donde se sumerge la fibra para teñirla; cuenta, además, que a los hombres les rinde aprender el oficio, pero no porque tengan más habilidades que ellas, sino porque tienen más tiempo, pues ellos no se encargan ni de la casa, ni de los niños, ni de la comida… Marcial, en todo caso, lo hace y sabe hacer todo y tinturar con plantas como la bija o achiote, la batatilla, el matarratón, el pajarito o el sangregado.
Marcial es un maestro en el sombrero de 19, 21 y 23 trenzas y hay que verle las manos para saber lo que es ser un tejedor. Uno que lleva el nombre de Tuchín como una marca de nacimiento en la piel.
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