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Rosa Helena Chamorro

Taller: Asovpich
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Chocó
Ubicación: Quibdó, Chocó


Tiene la voz muy firme y pronuncia las palabras con una claridad que ilumina. Rosa Helena cuenta sobre su pueblo embera dobida, y sobre cómo lleva el territorio a las artesanías que hace, invocándolo, recordándolo, pues la violencia la desplazó de su río Atrato. Esto no es una metáfora. Embera dobida significa Hombres de río, así que a falta de río, la imaginación que les permite a todos aquellos nacidos a orillas de esas aguas y al pie de esas tierras chocoanas que tienen sembrados sus ombligos, seguir siendo voceros de su ancestralidad. Es el caso de esta mujer que, pese a todo, es de palabra dulce.

Le pregunto de dónde esa fuerza. Que si es hija de un jaibaná o de alguno de los líderes de su comunidad. Es por mi madre, contesta, por MariLuz Izarama Mecha, la mujer que se le plantó enfrente a los violentos, como tantas madres colombianas, exigiéndoles que les devolvieran a sus hijos reclutados forzosamente. Lo hicieron, pero tras esto vinieron las amenazas, la expulsión del territorio y la reubicación en Quibdó en 2012. Esa estela de violencia no la deja en paz, pero con todo, se resiste a perder y a dejarse del miedo. Lo hace por sus cuatro hijos, para que estos niños sepan que vienen de una buena tierra.

Así que Rosa Helena se aferra a sus raíces, a la riqueza de sus relatos de origen, a la luna que rige a las mujeres y el sol a los hombres, a los animales en los cuales se encarnan las habilidades y sabidurías de cada cual, al pintarse el cuerpo con el negro de la jagua, para protegerse y proteger. Su vínculo con la tierra es sagrado y así la respetan y honran, incluso si, desde la distancia, la añoran y llaman. Un embera, no importa lo lejos que esté a la hora de su muerte, ha de regresar al lugar en donde fue enterrado su ombligo para, así, completar su ciclo en la tierra. Por eso no es una exageración cuando estos indígenas dicen que sin territorio no son nada.

De esta forma, Rosa Helena combina sus tareas de representante de las víctimas de su asociación, una que junta a 12 pueblos, con la tarea del rescate de sus tradiciones en productos artesanales con los cuales mantienen viva su voz. Junto a otras diez mujeres indígenas desplazadas tejen en chaquira collares, balacas, tobilleras, portavelas, servilleteros y colibríes, el animal sabio. A cada pieza le inyectan, además, el color de sus símbolos, el rojo sangre de su resistencia, el blanco de su pueblo pacífico, el negro de la oscuridad, el amarillo de la riqueza de su entorno y el azul de los ríos en los que se sumergen, agua que los acoge desde niños y a la que no le temen.

Se sabe madre y la honra a ella transmitiendo sus conocimientos y el amor por la vida y la tierra. Con ella aprendió a ser partera y, por eso, pudo tener sus hijos sola. Les enseña, y enseña lo que significa ser indígena en un mundo hostil, agarrándose de la belleza de su memoria, de lo que le salta de ella de una infancia plagada de colores en medio de la selva. Así que cada vez que junta una mostacilla junto a otra, nos brinda su paisaje, el soñado, el amado.

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