Taller: Arte y fuego
Oficio: Trabajo en vidrio
Ruta: Ruta Cundinamarca
Ubicación: Chía, Cundinamarca
A Jorge le sobraban motivos de orgullo en su casa. Su madre fue modista y su padre sastre. Y no cualquiera, le cortó trajes a expresidentes y a ministros de Estado. Lo recuerda siempre pulcramente vestido con prendas que él mismo se hacía, abrigos, pantalones y chaquetas a la medida y con las tendencias de la época. No había mucho dinero en casa, pero la elegancia nunca fue un bien escaso. Tampoco la disciplina, así que cuando a Jorge le entregaron un boletín con malas calificaciones, su padre lo puso contra la pared: si no quería estudiar, tendría que ponerse a trabajar. Y eso fue lo que hizo. Y, hoy lo agradece, pues fue allí que se le fue trazando el camino que seguiría.
Adolescente todavía, empezó a entrenarse en la elaboración de productos de vidrio para laboratorios médicos. Era una labor compleja y minuciosa guiada por maestros suizos, uno de los cuales recuerda especialmente, Rolf Martin, pues le enseñaron a soplar el vidrio y a modelar piezas que debían tener medidas exactas; balones de vidrio de 250 mililitros con un diámetro de 86 y un cuello que podía variar de 34 a 28. Fueron seis meses en esa escuela taller que le enseñó de rigor y exigencia. Con ellos trabajó durante varios años, los suficientes para dominar el oficio, pero también para entender que lo que quería hacer era otra cosa. Y eso lo descubrió cuando otros maestros, esta vez franceses, lo indujeron al trabajo decorativo.
Allí supo que esa era la libertad que quería explorar, así que a los 25 se independizó. En esos años había terminado su bachillerato y había ingresado a la universidad, pero no la terminó. Intentó emplearse, pero tampoco se sintió cómodo en ese lugar. Eso del marco estricto de horarios, entregas y jefes no era lo suyo y, si bien es el más disciplinado y puede quedarse 20 horas felizmente sentado en su taller, frente al soplete, modelando sus piezas de vidrio y alistando sus encargos y diseños hasta que el cuerpo le empieza a hormiguear, esa entrega se la ofrece a sus propios proyectos, no a los de los demás. Por supuesto, tal convicción le ha costado mantenerla, y se ha quebrado un par de veces, pero, como el vidrio que se rompe, le basta el fuego para volver a nacer. Y así ha sido.
Jorge habla con pasión de lo que hace, de lo que le ha significado dominar a la “reina de las artesanías”, como llamaban sus maestros el arte del trabajo en vidrio, porque implica manejo espacial, emocional y creativo, y claro, dominio manual. Y así, cuenta cómo toma un tubo de diferentes diámetros y, con ellos, empieza a figurar algún motivo de su imaginación, un Quijote o alguna ranita, perrito o gatito que le pida un niño sorprendido, a quien él le explica con paciencia que esa magia que está viendo no es otra cosa que la transformación de la materia, de cómo ese vidrio que está sólido y congelado, en realidad debería ser líquido en su estado natural, pero que llevándolo a un estado pastoso, o melcochudo gracias al calor, logra crear una figura que, enfriándose, se convierte en una pieza magnífica de vidrio.
Este alquimista ha logrado combinar sus dos saberes, el utilitario que le permite hacer piezas refractarias que resistan al calor, con la belleza del diseño de una pieza decorativa. Y así seguirá, hasta que el hormigueo lo levante de su mesa de trabajo.
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