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Luis Carlos Reyes

Taller: El Gres del Pato y La Cruz
Oficio: Alfarería y cerámica
Ruta: Ruta Santander
Ubicación: Piedecuesta, Santander


Así como los patos mallard, que en invierno migran al sur estadounidense, las piezas del Gres del Pato y la Cruz están empapadas de la propia historia de migración de Luis Carlos Reyes, su creador. Son el resultado de un rico cruce de saberes: el de sus estudios en diseños industrial en Pratt, en Nueva York, su experiencia trabajando con el diseñador israelita Ron Gilad, sus tutorías en torno cerámico con su maestra Mako, sus clases de ciencia de la cerámica, y sus viajes a Seto, la ciudad alfarera japonesa por excelencia. Y fue que estando en Japón, las montañas se le parecieron a las montañas de su Santander a la hora en que la temperatura baja y cae la niebla. Inevitablemente, después de tantos viajes, la tierra lo llamaba de vuelta.

Así que después de empaparse de distintas aguas, y guiado por la Cruz griega, esa en la que se conjugan los cuatro elementos que intervienen en la cerámica —la tierra que nos da las arcillas, el agua que las hidrata, y el aire y fuego que la sellan en el horno—, decidió regresar. Y volvió con toda. Lo primero que hizo fue ir a Ingeominas para entender que había debajo del suelo. Allí le dieron un mapa que le mostró el tremendo potencial cerámico del país. Entonces se fue a recorrer las cordilleras que atraviesan nuestro país y nuestras vidas, pasando por la Sierra, Norte de Santander y Santander, y bordeando Pasto al sur, y se encontró con arcillas de todos los colores y sabores, y con las rocas ideales para fundir y preparar pastas cerámicas. Lo que siguió fue moler esas rocas, internarse en su taller laboratorio para hacer los experimentos que le traerían buenos resultados. Una vez estuvo todo listo, llamó a su sensei japonés, quien no podía faltar en el ritual de inauguración del horno a gas que Luis Carlos había estado construyendo según sus enseñanzas, y con ladrillos colombianos.

Desde entonces se ha preocupado por mostrar en sus piezas el potencial de las rocas de los Andes colombianos. Por eso las formas suaves y sin muchos ornamentos de sus contenedores, por eso las paredes lisas y limpias que resaltan el material del que están hechas. Por eso, también, los esmaltes preparados con los minerales de aquí, cuyos colores sobrios nos recuerdan al frío y la neblina del páramo. Sus verdes vienen del feldespato del cañon del Chicamocha mezclado con cenizas de pastos y maderas, sus negros metálicos de las arcillas de Barichara, cargadas de hierro, y sus blancos de las minas de caolín de la vereda Barro Blanco, en Oiba.

En el taller del Gres del Pato y la Cruz, en el que juegan un papel fundamental Edwin y Amparo, se mantienen fieles al deseo de hacerlo todo con las propias manos. Procesan las arcillas que guardan en bultos tal y como se las entrega la montaña, kilo a kilo, con la ayuda de un par de máquinas. Le dan forma a sus piezas en el torno y las esmaltan cuidadosamente. Al final del día, saben que cuando la reserva de arcilla se les acabe, buscarán una nueva fuente, sin forzar nada, creando siempre según lo que les ofrezca la Tierra.

Artesanos de la ruta

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