Taller: Taller tagua Bonilla y Vergara
Oficio: Trabajo en no maderables
Ruta: Ruta Ráquira - Chiquinquirá
Ubicación: Tinjacá, Boyacá
Esta es una historia que empieza a comienzos del siglo XX. Al menos así se puede verificar en los registros de antropólogos que anotaron, por allá en 1917, del uso de unas semillas muy parecidas a una piedra, en el campo artesanal en el departamento de Boyacá. En Chiquinquirá, para mayor detalle. Y junto a las semillas, un apellido, el Bonilla. De ese primer Bonilla, Florencio Bonilla Vargas, es descendiente su nieto, César Bonilla, hoy heredero del oficio de la artesanía en tagua, en Tinjacá. César, sin embargo, aunque retratado en el emblemático libro Maestros del Arte Popular Colombiano, no puede empezar su relato sin resaltar la labor de su propio padre, Alfonso Bonilla, ganador de la Medalla a la Maestría Artesanal, en 1976. Es decir, hablamos de una familia consagrada al oficio de la tagua, mejor conocida como el marfil vegetal.
César le ha dedicado la vida a investigar sobre la tagua, una palma del género de las Phytelephas, cuya etimología planta y elefante, aludiría directamente a esta noción de marfil con la que se le conoce a la semilla. La inmensa palma, cuyas ramas nacen desde el piso, se encuentra a todo lo largo de la costa Pacífica colombiana y las regiones pantanosas del Magdalena Medio. Además de abundante, es una planta generosa que, una vez empieza a botar semillas más o menos a los siete años de nacida, no para de ofrecer sus frutos, por más de cincuenta años. No por nada, asegura que ésta podría ser una de las materias primas artesanales más sostenibles del país.
Pero vayamos al principio. Todo empezó con don Florencio, ebanista y hojillador en oro que, en sus tiempos libres, se iba de cacería por las orillas del Magdalena Medio, en esas tierras húmedas y cálidas de San Pablo de Borbur. Allí se dejó seducir por unos frutos marrones con figura de piña, tan enormes como una pelota de básquet y que, al abrirlos, podían albergar de veinte a treinta y cinco semillas. Como tallador que era, la curiosidad por ver cómo se comportaban esas pepas, se las cargó para Chiquinquirá y allí empezó a explorar ese mundo. Con ellas hizo juguetes como trompos, cocas, pirinolas y yoyos, que sacaba a las ferias artesanales en plenas festividades de la Virgen de Chiquinquirá y que causaban sensación, más aún, porque su mujer, doña Filomena, quien trabajara en la antigua fábrica de Coltejer y aprendió a pintar las telas a mano en Medellín, les imprimía color a los juguetes de Florencio.
De Alfonso, su padre, César no tiene más que palabras de admiración, pero cuenta que poca instrucción recibió de su parte. Era de los hombres que querían que sus hijos lograran ser más que ellos en la vida y, así, le insistía que estudiara y lo sacaba a pepazos del taller si preguntaba por la tagua. Éste, terminó estudiando, entonces, Ciencias Sociales y Económicas, con énfasis en Historia. Pero fue allí, en la academia, donde uno de sus profesores le hizo ver que el saber que había en su familia era un tesoro que no había que dejar escapar. Afortunadamente quien sí recibió de su mano todo el legado fue su hermana Carmen Elisa, que, por sufrir de epilepsia, recibió mucho cuidado de don Alfonso quien vio en el oficio una ocupación que apaciguaría la enfermedad. Fue ella quien le enseñó todo a su hermano César, las técnicas del torneado, el pulimento y el tallado en las que hoy sobresale como artesano. Las mujeres, no teme reconocerlo, son quienes lo han encausado en la vida; su hermana y su esposa Julia Patricia, artista y diseñadora con la que ha hecho una dupla de trabajo e investigación del material con la que han llevado la tagua a un gran nivel de sofisticación.
Hoy en su taller en Tinjacá, al pie de Ráquira, ofrecen más de doscientas referencias de productos, muchos de ellas miniaturas increíbles, como ajedreces, que son un deleite visual. También, están trabajando mezclas de tagua con madera y mosaicos con cáscara de tagua para hacer objetos utilitarios como contenedores. La propia Julia se ha introducido en la elaboración de papel en tagua para no desaprovechar ni un solo milímetro de la materia prima. Los Bonilla, hoy con nuevos apellidos acompañando el oficio de la tagua, seguirán en la perpetuación del legado y como los mejores embajadores de este reino vegetal.
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