Taller: Metalero
Oficio: Metalistería
Ruta: Ruta Bogotá
Ubicación: Bogotá, Bogotá
Esta es la historia de un hombre que se sabe metalero. Porque siente una extraña simbiosis con los minerales, los reconoce como parte de su materia y sabe que se han convertido en su lenguaje. “Una persona puede hablar francés, otra persona puede hablar inglés, yo hablo metal”, dice con firmeza. Sin embargo, esa comunicación vino a descubrirla cuando ya era un adulto. Aunque nació en Bogotá, vivió su infancia junto a su abuelita en las apacibles montañas entre Gachancipá y Sesquilé, hasta que su mamá lo devolvió a la capital. Fue allí en donde su papá reapareció luego de una prolongada ausencia y llegó con lo que le marcaría el destino: una casa de compraventas en el centro de la ciudad que se había ganado la reputación con el apellido Cortés. Le dijo a su hijo que los viniera a ayudar en el negocio, a él y su tío. Aceptándolo, se introducía en el mundo peculiar de esos hombres que negocian a pie, en la Avenida Jiménez, en La Candelaria, un paisaje que resulta críptico y misterioso para quienes los vemos porque se les ve tocando piedras, pulsándolas, mirándolas con detenimiento y negociando sus valores.
Alexander no tenía idea de nada de lo que allí se hacía, comerciar con piedras preciosas y vender oro y plata. Era un mundo nuevo para él que, no obstante, no se le hizo ajeno. Ya algo de interés le había nacido con el tema orfebre cuando un amigo le había enviado un recorte de periódico con el programa de joyería que se dictaba en el Sena. Con ese camino que se le estaba abriendo enfrente, descubrió que tocar esos materiales le gustaba, así que lo empezó a aprender todo sobre la marcha. Por un lado, el oficio, por el otro, el metal como moneda de cambio. Y reconoce que pagó la primiparada, que lo tumbaron muchas veces, lo que en el medio se llama “pagar el curso”. Pero de ahí mismo sacó provecho, entendió que lo importante no es el negocio sino la relación con el otro, y que todo alrededor de los metales se basa en la palabra (y el silencio) y la mirada. En ese tránsito, además, recibió algunas de las lecciones más importante de su vida, aprendió a perder, pues allí se pierde mucho, pero también se gana mucho. Es cuestión de no aferrarse a nada y confiar. Aprendió de humanidad.
Sin embargo, aunque se volvió bastante bueno y ya tenía una variada clientela que incluía a los joyeros que necesitaban liquidez –y, así, empeñaban su producción por unos días–, hasta señoras muy bogotanas que le entregaban las bandejas y juegos de té en plata de sus ancestros para que él las fundiera, no siguió en el negocio. Viendo los trabajos de los grandes orfebres, presentes y pasados, le abrió el ojo, maravillándolo con la virtuosidad y la belleza de los metales. Fue allí en donde empezó a armar su archivo visual y quiso hacer del oficio su vida. El Museo del Oro se convirtió también en su guía.
Se retiró del negocio de su papá y se entregó plenamente a la platería. Mientras todo esto ocurría en su cabeza y manos, estudio técnicas de joyería en el Sena y profundizó sus conocimientos en la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo. Fue descubriendo que le gustaba mucho trabajar la plata en su estado más puro, es decir en Ley 999 o incluso 1000, es decir sin ningún tipo de aleación. Y mientras su carrera se iba consolidando su hijo Jacobo iba creciendo. Y fue él quien le ofreció un tema de trabajo que le ha gustado mucho explorar: la mitología tradicional de nuestro territorio. Se lanzó a imaginarse piezas compactas que se volvieran esculturas. Así hizo mohanes, hombres caimán, bola de fuego y patasolas que terminaron exponiéndose en las casas de subastas internacionales. De hecho, casi a la manera de un augurio, fue Beatriz de Santo Domingo quien adquirió en su primera participación en Expoartesanías, su magnífico Mohán.
Y como es un metalero siempre en busca de sentido, se ha entregado al desarrollo de la técnica del batido, honrando el pasado prehispánico que ya la usaba antaño. Se trata de golpear infinitamente el metal hasta laminarlo. Para él son horas y días enteros en los cuales el sonido del martillo se ha convertido en su forma de la meditación, en su mantra. Una que avisa, sin fórmulas, que el metal está preparado para ser trabajado y que, de la misma manera, anuncia que está listo. Quizá por eso esos collares que hace se ven tan poderosos, porque cargan el aura del tiempo. Porque, como dice Alex, esto está en mi sangre, este metal.
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