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Alieth Ortiz

Taller: Alieth Tejido Artesanal
Oficio: Tejeduría
Ruta: Ruta Ráquira - Chiquinquirá
Ubicación: Villa de Leyva, Boyacá


A Alieth Ortiz la rondó por años una pregunta: ¿qué hacer para acercar a los niños a la sabiduría de sus abuelas? Le angustiaba ver cómo, cuando una maestra artesana fallecía, se llevaba con ella todo su conocimiento sobre el oficio de la tejeduría en lana, casi que sin haberlo heredado, porque a las nuevas generaciones no les interesaba recibirlo. Veía, en el centro del problema, el desarraigo de los niños con su tierra: una desconexión con la naturaleza y las costumbres de sus veredas, un solo mirar hacia afuera. Y además, la falta de motivación de las hilanderas y tejedoras. Si eso no les daba el sustento y si nadie lo valoraba, ¿para qué lo iban a seguir haciendo? Alieth se preguntaba por su papel en todo esto, sobre cómo ser una mujer eslabón que facilitara la circulación del conocimiento, una tejedora de redes.

Ella misma sabía lo que era aprender de las mayores. Era común que en las veredas, las mujeres que vivían solas en sus ranchos o fincas les dijeran a las parejas jóvenes que les dejaran a la china, para que les hiciera compañía. Pues Alieth era una de esas chinas. Pasaba los días con doña Enriqueta, doña Rufina y doña Elvia, y las veía esquilando sus ovejas, prendiendo el fogón, buscando la hierba que crecía silvestre en los potreros para hacerse un agua aromática, poniendo el chorote, e hilando. El huso, para ella, estaba prohibido. Lo colgaban en las partes altas, donde no lo podría alcanzar. Entonces tuvo que aprender cómo se aprende en el campo: mirando. Las veía hilar con maestría y luego, recogiendo los velloncitos que se caían y con un palito, las imitaba.

Años después, cuando menos se dio cuenta, estaba trabajando con la Fundación Santa Teresa en Villa de Leyva, cuidando a los adultos mayores por las noches, y por el día, dando talleres a niños en las escuelas de las veredas, además de seguir hilando y tejiendo por amor al oficio. Después de que se dio cuenta de dónde estaba, todo cobró sentido, y nació orgánicamente su iniciativa Los niños y el tejido, la más bella tradición villaleyvana, en la que llevaba a los niños a las veredas para que oyeran a las abuelas y junto a ellas aprendieran a esquilar, escarmenar, hilar y tejer sus propias ruanas. Así, no solo estaba ayudando al relevo generacional, sino a darles a los más pequeños pistas sobre lo que es la vida y quitándole misterio a lo que la edad avanzada trae consigo, los achaques, los cuidados y, muchas veces, el abandono.

Ella se describe como un enlace entre generaciones, y se le nota el amor por su lugar en el mundo y su oficio. Encontró que, como mujer, su papel era el de unir. Defiende el tejido como un medio para la sanación y describe sus bondades con conocimiento de causa: «Mi ser puede tener un temor o algo dentro que expresar, y yo no lo puedo ver, pero lo puedo sentir. Cuando la materia prima me deja expresar y yo lo saco, yo lo veo afuera y digo ¡Esto era lo que estaba adentro! ¡Lo puedo ver, lo puedo tocar, ya salió!» Por eso defiende y se aferra a la libre expresión de cada una a través de la técnica, y se sumerge en los dibujos que le salen del recuerdo y que plasma en sus tejidos con tintes. Ha procurado también que más mujeres, además de sanar, encuentren en la lana una opción de vida que les de independencia. Y para eso se unieron en la Ruta de la Lana, una experiencia que nació para hacerles ver a las artesanas el valor de su propio trabajo, a través del compartirlo con los turistas.

Todo lo ha hecho con los valores de su madre, Myriam, y del padre adoptivo que la vida le regaló, Jorge. Ella, una curandera entregada, a la que todos acudían en la vereda y quien se ofrecía para limpiar y vestir el cuerpo de quienes fallecían por los rayos que caían en el campo. Él, un hombre generoso que les traía un bocado del almuerzo que le daban cuando prestaba su fuerza para trabajar en los cultivos, les hacía a Alieth y su hermano camas con ramas de hayuelo y eucalipto, y les enseñó a dignificar la vida y los oficios. Con su trabajo los honra a ellos y a la misma Alieth niña, que aprendió todo lo que sabe en el campo, y que recuerda lo ilógico que le pareció, cuando entró a la escuela a los ocho años, tener que sentarse en un escritorio durante todo el día, si afuera podía ver a los pájaros hacer sus nidos, ver cómo se apareaba y paría la vaca, y aprender a contar mientras cuidaba que no se le saliera ninguna oveja del corral. Por todo esto le cantaban «Alieth la de los caballos del monte» a esta artesana que ha hecho de su oficio no solo un medio para tejer lo que le sale de dentro, sino todo un sistema de pedagogía para los niños, y de empoderamiento para sus paisanas campesinas.

Artesanos de la ruta

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