Como lo más agotador se lo ponían a hacer los hermanos grandes a los más chiquitos, Laureano vio que su única salida para zafarse de las tareas no deseadas fue volviéndose muy hábil haciendo las figuritas de los pesebres que vendía su mamá. Eso a lo que se le escapó tan pronto pudo era todo el alistamiento del barro, desde su extracción en la mina, hasta dejarlo limpio y listo, lo que implicaba ponerlo a secar, machucarlo, triturarlo, ablandarlo hasta hacerlo polvo, todo esto con los pies, y volver a empezar todo de nuevo para suavizarlo lo más que se pudiera y, así, sacarle toda su plasticidad. Esto le tocó hacerlo muchas veces cuando apenas tenía ocho años y era el penúltimo de 13. Hacer chorotes era con lo que los sostenía su mamá, doña María Elvia, su heroína, la mujer que llegó hasta los 94 trabajando sin parar, fuerte como una viga y capaz de levantar a su familia con sus manos.
Cuando él tenía año y medio de nacido su papá murió, dejando a su mamá con seis meses de embarazo. Como imaginarán, no fue una vida fácil para esta familia, para esa mujer fuerte que, pese a las circunstancias, nunca dejó que sus hijos pasaran hambre. Les fue todo muy difícil, como cuando su mamá arrendó una casita para salirse de la casa materna que la había acogido en su viudez, pero al instalarse los 13, simplemente no cupieron y cuatro se tuvieron que pasar a una habitación en frente. Desde niños, todos los hijos ayudaron a la empresa familiar, esa que su papá había fundado en vida y que se convirtió en una de las primeras tiendas artesanales de Ráquira. Laureano recuerda que no paraban de hacer moyitas o materas pequeñas y cuanto objeto en arcilla existiera. También que fueron de los primeros con torno de manivela y que a él le tocaba girarla durante seis horas… Les iba bien, pero es verdad que molían mucho. Innovaron con los pesebres y, luego, con los móviles que se volvieron típicos en todas las tiendas de artesanías. Los hacían con campesinitas, viejitas, campanas y bohíos y Laureano recuerda el enredo que eran al comienzo, porque las unían con nylon… lo corrigieron con cabuya.
Apenas un jovencito de 14, pero ya con toda una sabiduría y talento en las manos, se aventuró a irse a Bogotá con dos de sus hermanos, Fabio y Camilo –ah, hay que decir que los nombres de todos los hermanos fueron en homenaje a personajes de la historia: él, por Laureano Gómez, John, por JF Kennedy, Camilo, por Camilo Torres… y así. Se fueron a la capital para intentar hacerse a una vida como artesanos. Ya con su mamá habían ido antes para ofrecer directamente sus productos a las tradicionales tiendas de artesanías El Balay o El Zaque, y así intentar hacerles el quite a los intermediarios. Instalados en el barrio El Quirigua, solo lograron sostenerse dos años, no sin sufrir esos primeros meses del año sin trabajo ni pedidos, así que dictaban clases. Finalmente, se regresó para Ráquira.
Y allí, de vuelta en su pueblo, valoró lo que en la capital padecía, ese maltrato en la escuela en donde lo llamaban “campeche”. Rápidamente se dio cuento del orgullo que significaba ser pueblerino y dice que, le sería un honor ser campesino por la verraquera que hay que tener para empezar el día a las 3 de la madrugada y ya a las 6 haber ordeñado y alistado todo mientras los otros apenas abren los ojos con dificultad. En Ráquira, ya solo con su mamá y su hermana Leonor, mantuvieron el negocio familiar hasta que se casó e independizó. Se ríe al recordar que le parecía absurdo que sus hermanos se casaran tan jóvenes y que él haría todo por ser libre lo más que pudiera… hasta que se enamoró a los 18… hoy, habla de su familia con orgullo y se alegra al ver que una de sus nietas está entusiasmada con el torno.
Su trabajo delicado y dedicado le ha hecho merecedor de la Medalla a la Maestría Artesanal Contemporánea, en donde sus mezclas de arcillas, manejo de engobes y esmaltes lo hacen hincharse de orgullo, y para la muestra, nos enseña ese magnífico florero solitario, con una panza inmensa que solo logran hacer así de delgada y sin que se escurra o desplome los que dominan la alfarería. Sabe que lo ha logrado no sin antes suspirar al sentir que todo este saber se lo debe a su mamá.
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