Se sabe el Yepeto colombiano y recibe el nombre a mucho honor. Porque se lo merece. No obstante, haberse convertido en el hacedor de muñecos “a lo Pinocho”, no es algo que sucedió de la noche a la mañana, sino que le ha tomado toda la vida. Es jovial y desparpajado, se ríe sin freno y sabe que el humor es el que lo conserva así de juvenil, porque lo cierto es que ya está en sus sesentas. Cuando mira hacia atrás se ve en el barrio La Concordia, en el centro de Bogotá, sin demasiadas oportunidades ni recursos.
Perdió a su papá a los meses de nacido y, luego de pasar muchas dificultades con sus abuelos en Cali, entre el reciclaje, la venta de helados, de escobas, de chance y hasta cuidando carros, terminó en la capital para ver si le ayudaba a un familiar con su vitrina de dulces y cigarrillos. Sin embargo, él quería algo más. Eran los tiempos en donde en Venezuela había mucha demanda por muebles estilo Luis XV, así que, para salir de la pobreza, se vio dando sus primeros pinitos de carpintero. Aprendió haciendo y de la mano de hacedores, miraba y probaba. Recuerda que estudiaba el espaldar de una silla colonial española y, con la madera virgen al lado, la trazaba e intentaba copiar lo que veía.
Así estuvo años, volviéndose maestro sin darse cuenta. Aunque también probó otras cosas: en 1982 se hizo detective rural del DAS y anduvo combatiendo malosos por rato. Se sentía como su admirado Tony Baretta, ese policía de la televisión que andaba con una cacatúa blanca al hombro y resolvía crímenes. Pero la realidad le robó la ficción y le dio un baño tan desagradable de discriminación, violencia y corrupción que regresó a la ciudad.
Y, allí, la madera lo volvió a llamar. Vecino de la casa de Las Aguas de Artesanías de Colombia, en el barrio de La Candelaria, el oficio le estaba pidiendo nuevos retos. En ese lugar, además, nacía en 1995 la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo, que más tarde se trasladaría cerca del Palacio de Nariño, su sede definitiva. Nicolás se vio soñando con estudiar allí y, de esta forma, poderle encontrar todo el sentido que le buscaba al oficio. Aplicó y cruzó los dedos. Y entró. “Ni cuando me salió el primer crédito hipotecario tuve tanta felicidad como cuando me llamaron de la Escuela Santo Domingo a hacer cursos”, cuenta riéndose.
Es de la segunda promoción y le tiene inmensa gratitud a La Escuela, pero también se dio cuenta de que sabía mucho, al punto de que, luego de aprender lo que tenía que aprender, se volvió profesor. Tenía la “madera” para hacerlo. Recuerda, emocionado, que, en una visita ilustre en 2005, don Julio Mario Santo Domingo, fundador de la Escuela, pasó por su taller y, entrando como un niño, de un salto, lo saludó por su nombre y le dijo que lo único que no le gustaba de su Quijote era el escudo de latón del Sancho Panza y que si se lo cambiaba. Esta curiosidad lo posicionó distinto frente a sus propios compañeros y colegas.
Él, sin embargo, no cambió un ápice. Siguió hablando con gracia y tallando a mano sus muñecos. Su repertorio se amplió a los personajes de Rafael Pombo, Rinrín renacuajo, Simón El Bobito, la pobre viejecita o el gato Michín. Los hacía de todos los tamaños, incluidos de casi un metro, en donde se veía la tremenda maestría en su manera de plasmar los rasgos de la figura. En el largo camino ha llegado incluso a hacer figuras de personajes tan famosos como el medallista británico Mark Cavendish, a quien le regaló su figura tallada y es lindísima su similitud, porque le saca la expresión.
Nicolás sabe de lo que habla porque como todos los enamorados de la madera, la siente y le saca el alma, como le aprendió a decir a un compañero. Y, así, entiende el comportamiento de los árboles, que crecen girando, como la tierra, y lo hacen en espiral. También, que guardan el agua de determinada manera y que no se les puede cortar en cualquier momento a riesgo de podrirse. En fin, mil y una lecciones que ofrece con gracia y alegría, pleno por saberse maestro, uno de esos que, aunque sabe como pocos, sabe que todo le queda por aprender aún.
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